La semana pasada me invitaron a participar en un taller de formación en el SEI (Servicio Socioeducativo Intercultural). Son una asociación maravillosa, uno de esos oasis de esperanza con que te puedes encontrar en Pamplona, que te reconcilia con el género humano y te devuelve la esperanza –no todo está perdido, te dices–. El taller en cuestión versaba sobre la identidad. En un contexto de superación del duelo migratorio de menores de edad, desde todos los ámbitos (personal, familiar, social, académico…), la idea de identidad es vital, nunca mejor dicho.

Pues bien, como suele suceder cuando uno prepara una charla, el primer y gran beneficiado es uno mismo. Te hace pensar. Debía aportar el enfoque filosófico. Y lo primero que pensé era que la filosofía hace primordialmente dos cosas. La primera, preguntar, poner todo en cuestión, no dar nada por supuesto. Y lo segundo, pensar el ser, ofreciendo respuestas, pero no cerradas, para mantener la tensión de la cuestión abierta. Y aquí viene lo bonito: la ontología, es decir, el pensar el ser, es pensar quién soy, que era el objetivo de la charla. Por tanto, la ontología, la filosofía más dura, pura y profunda –Aristóteles le llamaba la filosofía primera– era la respuesta al tema de la identidad. Me percaté que algo aparentemente lejano, abstracto y hasta complicado de entender –la ontología– entronca con algo tan cercano y vital como la identidad, donde nos jugamos mucho en la vida.

Mi objetivo era el de abrir horizontes y generar escenarios sugerentes que diesen que pensar. Y, desde ahí, que cada cual hiciese su camino. El primer acercamiento que hicimos (porque la filosofía se hace entre todos, “desde que somos una conversación” que diría Hölderlin) fue preguntarnos quiénes éramos. Las respuestas fueron del tipo: soy de tal lugar, tengo tal edad, estudié esto, trabajo de esto otro, me gusta hacer aquello y lo que me guía en la vida es esto. Y ahí caímos en la cuenta de tres cosas. La primera, lo problemático de adecuar permanencia y cambio, es decir, los que decían que tenían 55 años, por ejemplo, cuando tenían 30 años seguían siendo también ellos, y sin embargo habían cambiado. La segunda conclusión que observamos era que más que responder a quiénes éramos, respondíamos a qué éramos. Ser de Pamplona, químico, filósofo, profesor, católico, de izquierdas u osasunista, responde a qué eres, no a quién eres. De hecho, a nuestros peques les preguntamos demasiado qué quieren ser de mayores y muy poco quiénes quieren ser de mayores (en aquello que sean). Y finalmente, nos dimos cuenta de que los valores o criterios que guían nuestra vida se aproximan más a la identidad, pero no la agotan. Es decir, que mucha otra gente los puede compartir, y que, por tanto, la identidad, lo que nos hace únicos, tiene que ser otra cosa.

Y entonces acudimos a la ayuda de los griegos viajando 2.600 años atrás. Ellos se preguntaban por el arjé, es decir, por “lo mismo de lo otro”, “lo uno de lo múltiple” y “lo que se mantiene en el cambio”. Y eso dialogaba con nuestra primera reflexión, con la conjugación entre el tiempo, el cambio y la identidad. Y pensamos que, en un entorno cambiante, para mantener la identidad (el sentido y núcleo de uno mismo) es necesario cambiar. Para permanecer hay que cambiar. Curioso. Otra sugerencia nos vino de Heidegger (aquí viajábamos 2.500 años hacia delante desde los griegos), que decía que la filosofía, junto con otras artes como la poesía, nos ayuda a afinar nuestra percepción. Nos ayuda a ver y escuchar mejor. Como decía el capuchino Víctor Herrero, basta ver bien lo que se ve para ver lo que no se ve. Y es que podemos resumir el pensamiento de Heidegger diciendo que la ausencia es. Y eso que parece tan raro lo experimentamos muchas veces. Aunque pensamos que el pasado ya no es y que el futuro todavía no es, en nosotros constantemente están el pasado y el futuro, nuestros recuerdos y antepasados y nuestros proyectos y deseos. Es decir, la ausencia es. Y del mismo modo, quienes hemos perdido a un ser querido, de alguna manera sentimos que la ausencia es. Por tanto, somos un cambio que permite mantenernos y algo que no es evidente, sensible, cuantificable ni presente pero que es.

Ese ser, que no es solo presencia, que no es el qué sino el quién, es diferente al ente, a la cosa. Como decíamos al principio, no es lo mismo qué somos a quién somos. Es lo que Heidegger llamaba la diferencia ontológica. El ser no es reducible al ente, no podemos olvidar el ser. Y ese ser se da en relación, en el entre del adentro y el afuera. Es una relación con un doble viaje, al interior de cada uno y al encuentro con los otros (y con lo otro). Para seguir la consigna de Píndaro (llega a ser quien eres) primero hemos de saber quién somos. Necesitamos el viaje adentro, momentos de soledad con uno mismo para detectar nuestra vocación. Encontrar espacios de parar, reflexionar y auto conocerse. Lo contrario, vivir solo en el afuera, es un vivir inauténtico, al albur de los miles de estímulos y vaivenes cotidianos. Supone que la vida pase por ti en lugar de pasar tu por la vida. Pero una vocación encerrada en uno mismo que no sale al mundo, no se desarrolla. Por tanto, el entre, la relación de vivir abierto, pero desde la vocación propia es lo más cercano a lo que podemos llamar identidad. Vivir desde nuestra vocación personal aplicándola de manera particular y propia en nuestras relaciones con los demás y con el mundo. Cuando se disocia nuestro interior con nuestro actuar, tenemos crisis de identidad. Y es una relación bidireccional ya que lo que ocurre en nuestras relaciones va reconfigurando y completando nuestra identidad interior. Cabe además destacar que al salir por un lado creamos y actuamos (lo que ponen de relieve los existencialistas, somos lo que hacemos). Heidegger dice que mientras que los animales son pobres de mundo, los humanos creamos mundo, damos un significado y un sentido a las cosas. Y, por otro lado, no solo actuamos, sino que también debemos saber encajar muchas cosas que ocurren y no decidimos. De hecho, a pesar de las ansias emprendedoras de la sociedad de hoy día, nos jugamos gran parte de nuestra felicidad en el saber aceptar y vivir lo que nos ocurre (algo en lo que inciden los estoicos).

Puede que las crisis de identidad actuales tengan que ver o bien con la falta de espacios para un viaje interior, momentos de parar, estar con uno mismo y reflexionar la propia vida, o bien con la falta de coherencia entre ese interior y nuestro actuar, o bien con la incapacidad de aceptar y encajar lo que nos viene dado.

Finalizo con una sentencia de Charles Sander Peirce, “la identidad de una persona consiste en la coherencia entre lo que piensa y lo que es”.

A mí me pareció maravilloso que desde algo tan complejo y distante como la ontología y los filósofos griegos y de otras escuelas, podamos encontrar ayudas para vivir un poco mejor y crear una sociedad más amable y un mundo más habitable.

*El autor es doctor en Química, investigador y profesor de la Universidad de Navarra, y graduado en Filosofía por la UNED