De todas las formas de gobierno, la democracia es aquella en que la igualdad entre los ciudadanos, el respeto a sus decisiones y la dignidad y libertad de sus actos están mejor representados. Este término se complejiza cuando añadimos el tipo de democracia: representativa, participativa, liberal, orgánica, directa, presidencialista; los dimes y diretes hacen acto de presencia y de polémica. En la misma, cada elector deposita el voto por quien mejor le participa de los objetivos que la definen. Y aquí surgen algunas matizaciones, incluso problemas. Uno es que no votamos a una persona, sino a un partido, el cual, haciendo un uso abusivo e inmisericorde, decide quién es candidato y en qué orden se ubica en el listado, garantía de que los próximos 4 años va a estar libre del pecado del paro o del trabajo precario. Pero ello conlleva dos presupuestos: la sumisión a los dictados del partido y participar en una colecta voluntaria/obligatoria, por ir en listas, que va desde inflar globos con las siglas correspondientes a participar económicamente en los gastos de campaña; la pegada de carteles ya es un atavismo. Ello conlleva el riesgo de preferenciar a Dios antes que a los hombres. Si le sumamos los pormenores personales en cuanto a formación, espíritu real (no trampantojo), capacidad inamovible de gregarismo, comunión ideológica, querencia por la fotogenia y otros, los objetivos de la democracia representativa quedan en solfa.

Una característica de esta élite representativa, de esta clase social, es la dependencia, incluso la sumisión a los dictados del partido, perdón, de su secretario general. Si alguien opta y es seleccionado para cargo público, está obligado a no pensar; ni siquiera debe saber votar: ya le dicen qué hacer con el dedo levantado. Jamás participará en la toma de decisiones no importa cuán variables y volátiles sean estas, estando supeditado a los dictados de sus jefes, en una estructura jerarquizada, casi militar. Si hay cambios en conceptos sustanciales que hagan de la necesidad virtud, el electo se autoredime por fidelización a la organización so pena de caer en la soledad y el ostracismo y estar preparado para que lo despidan sin mucha ceremonia. La alternativa es convertirse en un poeta del silencio. Ello ha promovido una corriente de opinión partidaria de la lotocracia, tan utópica como lo fue el sufragio universal, como forma de acceso a estos singulares puestos.

Otra característica de la democracia es que el votante tiene (ha tenido) una fe ciega en sus representantes tanto en lo que se refiere a honradez en el trabajo en que el bien particular o partidista queda subordinado al bien general. Estos presupuestos permanecen en el ADN de los añosos, pero ya está enquistado. Los interesados son firmes participantes del mandato divino de las antiguas cajas de ahorros: la caridad bien entendida empieza por uno mismo; es lo que conlleva la colonización sectaria de las instituciones.

La democracia no es garantía de honradez, pero debiera ser garantía de que los casos de corrupción se investiguen en tiempo. La corrupción adquirió tal gravedad que se desarrolló normativa de buen gobierno. La Ley de Transparencia tuvo como objeto poner en comunicación la sociedad civil, los administrados, con la Administración, los administradores. Supuso un revulsivo satírico al término decimonónico del vuelva usted mañana pero no por pereza como parece dominar la idea de Larra, sino para poner fin a los desmanes que el poder comporta; desmanes de tipo político, religioso, económico, anteponiendo los principios de verdad, razón y tiempo. En la calle se denomina corrupción, aunque los más sutiles lo denominen amiguismo.

Los conversos reformadores creadores de comunidad, partidarios de la política como conciencia crítica, tenían la misión de fortalecer la verdad frente a la fantasía mítica del todopoderoso político. Con esta ley, el endiosado empezó a ser considerado humano y como tal facultaba al ciudadano a tratar de tú a tú a su congénere, a poner en entredicho las virtudes teologales en formato ego y a dudar que sea oro todo lo que reluce.

Pero contra el vicio de pedir la virtud de no dar. Que exista la ley, no es garantía de su cumplimiento. Con frecuencia se utilizan subterfugios como es invocar la normativa de protección de datos, utilizado por las Administraciones para evitar dar información; incluso en otras ocasiones, simplemente no se justifica, cual es cuando el Gobierno pleitea para no hacer públicas las inmatriculaciones de la iglesia. A veces son temas muy veniales como es la falta de respuesta a solicitudes de información de los administrados o utilizar una terminología de leguleyo que hace aborrecer la primera comunión. Haga un escrito al ayuntamiento de su localidad, solicitando justifique una inacción del mismo, para comprobar la veracidad de tal hecho. Y lo gravoso de estos hechos es la sensación de impunidad de quien practica esta violación de principios y la mendicidad de una abstención retribuida, el ninguneo (baladí) del administrado.

A veces un caballero debe dejarse engañar y las apariencias han de aceptarse. La ley foral 19/1996 y la LBRL del 85 obliga a altos cargos (consejeros y concejales) a la transparencia de declarar sus bienes. Entiendo que entienden que es una especia de desnudez teatral y de humanización de su profesión el ofrecer a la parroquia aquello que da juego. Ejemplaridad defraudada. Ateniéndose a estos hechos, son públicos y se han publicado los datos de quienes conforman el ayuntamiento de la capital. Se sobreentiende que estos son representativos de la sociedad de la que proceden. Quizás sea así en algunos elementos sociopolíticos, pero hay dudas respecto a la conformación económica. Sirva de ejemplo el hecho de que el 25% de ellos tienen una vivienda con un precio inferior a 26.000 euros, con préstamos incluso 8 veces superior al valor de la vivienda, sin importar el partido político al cual representan; justo es reconocer su bien hacer en la transacción, son los más buenos entre los mejores.

Las leyes, las normas legales, tienen un espíritu que encarna los principios socialmente aceptados y compartidos. La literalidad es importante, pero temporal y accidentable, sujeta a cambios de propiedad en la gobernanza. El arte de la persuasión y la omnipotencia de la palabra con razonamientos demoledores debe ser el acicate que derrumbe la rutina de la ley del más fuerte.

Quienes viven de y desde la política deben procesar que los sujetos activos no son ellos, que su tiempo pasa más pronto que tarde, que deben dignificar su profesión y respetarse para que la sociedad les respete. Las democracias necesitan confianza en sus leyes e instituciones, pero también en las personas que las conforman.