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Arena en los ojos

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Una periodista pregunta a José Mujica, expresidente de Uruguay, su opinión sobre determinado tema. Con voz calmada y tras unos segundos de reposo le responde: mire usted, en este momento pienso esto; pero quizás mañana pienso otra cosa. La respuesta no implicaba segundas intenciones, su seña de identidad era la honradez. Lo que señalaba el protagonista, podría ocurrir; ¿quién no ha cambiado de ideas cuando los factores personales o ambientales así lo ameritaban?

Asumimos, mayoritariamente, los principios de la democracia como la mejor forma de gobierno y no solo como régimen político, sino también económico, social, cultural y de relaciones internacionales. Tras años de desarrollo normativo y enriquecimiento cultural, la polarización política ha surgido como respuesta, como respuesta quién sabe a qué. Los opinólogos señalan que es una respuesta social a la falta de respuesta y de soluciones a las expectativas que tenemos sobre mejoras en nuestra calidad de vida y al cansancio que supone la espera. Siempre ha habido cierta polarización, pero se manifestaba con una inocencia sofisticada: demócratas de izquierda y demócratas de derecha; pero las redes sociales y cierta moda en destacar, las han potenciado. Existe un componente ideológico y educativo-familiar, pero también un componente mediático que en realidad son los que imprimen carácter y de esta respuesta surge el voto como la expresión de un estado de ánimo.

Unas sociedades están claramente más polarizadas, coincidentes con una estructura social más nacionalindependentista. Surge la pregunta si estas sociedades son más de izquierdas en cuanto a desarrollo de derechos o simplemente es una amalgama de postureo ideológico aglutinadas en una idea alfa dominante en que el conflicto territorial anega al conflicto de clase.

Los debates en el Parlamento sirven (casi) exclusivamente para que los vendedores de esmaltes con sabor amargo aumenten las ventas para evitar que la sociedad practique la onicofagia. Y los debates preelectorales parecen ser ejercidos por ciegos y mudos, también por sordos. A las preguntas responden con esquirlas de autocomplacencia. Su misión, quizás también su obligación, es llegar a su correligionario para evitar el cambio de voto. El sancta sanctorum de la democracia se ha trastocado en antipolítica; el debate interno y la participación proactiva se han trastocado en conjeturas narcisistas.

En las previas elecciones fue abrir la puerta de chiqueros, al preguntarme cómo es posible que alguien con sentimientos de izquierdas y progresista vote a Bildu. Para calificar a alguien de izquierdas/derechas no es obligatorio escuchar sus mítines, de promesas ya estamos hartos. Debemos orientarnos por su programa (cuando lo publicitan), por el presente (cierto, a veces no lo hay) o por su pasado reciente, por su historial y metodología para ejecutar sus postulados. Y cuando un partido / federación ha practicado la violencia en todas sus formas de palabra o de acción, provocando el destierro de buena parte de la población, el aislamiento social de quienes no actuaban (pensaran o no) como ellos y vitoreando la diana y el secuestro, es difícil pensar que este partido sea un partido de izquierdas. Un partido no es de izquierdas si cuenta entre sus colaboradores con fanáticos violentos más cercanos a los sicarios bananeros que a los demócratas; tampoco si practican la extorsión estilo Camorra ni si incendian librerías o autobuses como las maras o ejercen el miedo como forma de control social. Tampoco son de izquierdas quienes han deshumanizado la sociedad, especialmente a los sufrientes panaderos, concejales, taxistas o policías; faltan sus nombres y apellidos para humanizar el conflicto, también el de sus padres y hermanos. Con la expresión litúrgica “algo habrán hecho” intentaban llenar un vacío animal que guillotina conciencias, el cual era seguido de un saludo fraternal al vecino: que la paz sea contigo, amén. Como organización han actuado con rencor, incluso con odio al diferente. Si alguien opinaba diferente y lo manifestaba, le acusaban de fascista, con el mismo descaro que Netanyahu acusa de antisemitas a quienes se manifiestan en contra de las matanzas de palestinos. El objetivo era institucionalizar el silencio como arma constitucional.

Si no practican el respeto a los derechos humanos (aunque Ternera formó parte de la comisión de derechos humanos en el parlamento vasco, todo un desiderátum), no son de izquierdas. Podemos votarles, identificarnos con sus ideas, pero deberíamos saber que no votamos a la izquierda, a postulados de izquierda; a menos que el lavado de cara se acompañe de lavado de conciencias, que cuando algún periodista pregunte a sus representantes si ello es terrorismo, no afirmen que ello es irrelevante, que no aporta nada a la solución, que hay que “pasar página”; y lo hacen con la eficacia de una guillotina. Nadie más sería capaz de conformar tal respuesta con una precisión tan monótona, propia de trapenses. No, no son de izquierdas quienes son tartamudos de la franqueza, quienes cambian de frases por pura estrategia política, aunque su retina observe la desorientación del pasado con opiniones que han cambiado tanto como las pirámides. La arena en los ojos no debería inhabilitarnos para visualizar el pasado e intuir el futuro

La ética de Mujica con su proeza de sinceridad es la antítesis de la ética perversa de Bildu; el edulcorarles se ha reconvertido en el ya extinto y tú más. Las formas y los fines conforman un todo que define a un partido como democrático y de izquierdas; y ambas están tan alejadas como la nostalgia del monóculo. Se requiere coraje para demostrar valentía y salir al escenario, siendo consciente que entre términos contradictorios, no hay medio.

Los madrugadores de ilusiones se quedan masticando el silencio, miran por el retrovisor y visualizan lo que han vivido y lo que se puede volver a repetir mientras los pensadores intelectuales, los sabedores de escritorio, no unifiquen el santo y la peana.