Durante las últimas semanas, una serie de intervenciones poco afortunadas de Joe Biden, actual presidente de los Estados Unidos y candidato a las elecciones de noviembre por el partido demócrata, ha llevado a parte de la opinión pública a considerar que no está en condiciones de continuar en el cargo un nuevo mandato. Los momentos de vacilación, balbuceos y silencios en el debate televisivo con Donald Trump, sumados a los lapsus habidos en una comparecencia reciente con Zelenski, han hecho que muchos analistas, observadores y periodistas de todo el mundo opinen que Biden, a sus 81 años, es demasiado mayor para seguir asumiendo la responsabilidad inherente al puesto que ocupa al frente de su país.

Al margen de las presiones políticas desde distintos ámbitos que son habituales en cualquier campaña electoral, y que también están dándose ahora, las nuevas críticas a Biden son una muestra más de edadismo, ese fenómeno tan moderno por el cual se discrimina a determinadas personas por su edad, es decir, por ser, a juicio de algunos, demasiado mayores para una tarea concreta o para todo en general. Es algo que ya se vio en el conflicto de las entidades bancarias con una parte de sus usuarios, pero que se observa igualmente en los requisitos de acceso a muchos trabajos, ayudas públicas, subvenciones, premios y becas de toda índole. Es un prejuicio absurdo enraizado en esa mentalidad de las últimas décadas que considera la juventud una edad dorada y al mismo tiempo un colectivo sagrado a quien el resto de la población debe rendir pleitesía.

Ah, pero yo era muy viejo entonces, soy más joven ahora…

En cuanto al asunto de Biden, esos discriminadores edadistas ven en la pantalla a un hombre de pelo blanco, envejecido, con cierto temblor en las manos y en la voz, con el paso lento e inseguro propio de alguien así, de alguien que ha llegado a esa etapa de la vida, oyen sus discursos con palabras a veces difíciles de entender, con errores y confusiones de nombres, tiempos o lugares, y entonces se lanzan a emitir su veredicto, a calificarlo de no apto, a aconsejar en público y en privado que se le reemplace lo antes posible.

Pero, claro, resulta que esos mismos sentenciadores de lo ajeno desconocen la historia particular de los presidentes norteamericanos, ignoran las caídas constantes de Gerald Ford por las escalerillas de los aviones, o los numerosos errores de bulto de Reagan, de los Bush o del propio Obama, por no mencionar a Trump, sus muchas meteduras de pata, su enorme desconocimiento del mundo, de su historia, de su cultura, de su lengua, de la forma de ser de sus gentes, cosa que llevó a todos ellos a tomar decisiones equivocadas que perjudicaron a muchos, que supusieron la desgracia de millones de personas. Incluso cuando lo saben o cuando alguien se lo recuerda, ellos, los “edadistas”, lo excusan o lo perdonan alegando que esos otros presidentes no eran tan viejos, o no lo parecían, algunos hasta tocaban el saxo, bailaban en las fiestas institucionales o se movían con gracia por los pasillos de la Casa Blanca. Es cierto que sus salidas de tono, su inexperiencia en muchos campos, su comportamiento inapropiado delante de las cámaras o la indiscreción con que vivían sus affaires sexuales también los pusieron al borde de la dimisión, también los hacían indignos del cargo, pero eso no importa tanto, porque era una cosa de jóvenes, propio de alguien en la flor de la vida.

Ah, pero yo era muy viejo entonces, soy más joven ahora…

Más allá de las críticas vertidas contra individuos mayores, contra celebridades internacionales o ciudadanos anónimos por seguir en la brecha a cierta edad, suele haber dos motivos dependiendo del entorno social del que provengan los ataques. Por un lado, la envidia, esa que sienten quienes, habiendo superado la madurez, ya muy cerca de la jubilación o inmersos en ella, en su apatía y en su tedio, no pueden soportar que esa otra persona continúe activa, ya sea sobre los escenarios o en una esfera profesional fuera de los focos. Son quienes acostumbran a censurar a los viejos rockeros por no retirarse, quienes explican su continuidad con argumentos tan pobres y vulgares, tan poco certeros, como la avaricia o el afán de notoriedad. Son quienes no toleran que alguien desee seguir haciendo hasta el final aquello que ama tanto, aquello para lo que ha nacido.

La segunda razón es la falta de empatía, algo habitual en los jóvenes. Y es que son estos quienes, al ver imágenes como las de Biden, escenas que registran los tropiezos o los deslices de personas públicas de cierta edad, no dudan en girar su pulgar hacia abajo, en mover la cabeza en señal de desaprobación e incredulidad, en sentirse incluso ofendidos por tener que presenciar algo así, cosa que no les ocurre cuando escuchan a todo ese plantel de becarios del periodismo y la comunicación, a todos esos jóvenes locutores de radio y televisión que tartamudean o se traban con el término más trivial, o a esos actores de cine incapaces de vocalizar. No, en su pequeño universo de ambiciones y competitividad, de grandilocuencia y fantasías de anuncio publicitario, esos “edadistas” no pueden concebir que, en el otro lado de la balanza, pesen e importen también la experiencia, el conocimiento, la calma, la paciencia, la intuición y la habilidad a la hora de tratar a personas y de juzgar situaciones, por no hablar de la comprensión y la misericordia hacia el destino aciago de toda clase de seres y criaturas.

Eso es lo que les falta, la capacidad de ponerse en la piel del otro. No comprenden lo que sienten tanto Biden como otros seniors más próximos a ellos. No comprenden esa edad en que uno todavía se nota fuerte a pesar de algunas limitaciones, en que se nota con ideas y con ganas, con cosas que aportar, ese momento en que uno aún no quiere marcharse, no sólo por los motivos mencionados, sino también porque sabe que, si se va, ya no vuelve; si se va, se acaba todo; si se va, uno ya empieza poco a poco a morir.

Ah, pero yo era muy viejo entonces, soy más joven ahora…