Una de las consignas de nuestro tiempo parece haberse convertido en esto: nadie es inocente. Todo el mundo es culpable.
Por el contrario, si aparece en el horizonte alguien que posea o pretenda poseer las cualidades de la inocencia, la regla del cinismo imperante dicta que ese alguien debe ser inmediatamente mancillado.
La motivación que impulsaría a tal mentalidad a reforzar este estado colectivo es clara: si todos son culpables, nadie es culpable. Y, en consecuencia, se me permite hacer lo que quiera.
Sin embargo, no cabe duda de que esto no tiene nada que ver con la inocencia.
La palabra inocencia –como explica la propia raíz etimológica– significa: non (in) nocentem: es decir, que no hace daño.
Ahora bien, el pragmatismo moderno, al borrar este concepto del horizonte común –“no hay nadie que no haga daño, nadie que sea realmente inocente”– olvida, borra el hecho de que el ser humano, por su propia naturaleza, nace inocente.
Un recién nacido es, por definición, inocente: es decir, es incapaz de pensar y hacer el mal. No sólo eso: actitudinalmente sólo parece capaz de recibir el bien que recibe de su madre en forma de atención, alimento, consuelo, calor.
Pero, como sabemos, algo debió fallar en la Creación, porque en un momento dado todos los que hemos sido inocentes, perdemos esa dimensión de pureza, podríamos decir de ingenuidad, y con la emergencia de la conciencia y de la consciencia entramos en ese círculo dantesco que es la vida adulta, donde seguir siendo inocente es muy difícil.
Y, sin embargo, esta abdicación del propio éxtasis inocente es la puesta en escena de un drama eterno para cada uno de nosotros: cada uno de nosotros, en la vida, no parece hacer otra cosa que buscar desesperadamente ese estado primario de inocencia, esforzándose por encontrar rastros de él en algún fenómeno que despierte la ilusión de poder volver a pisar, aunque sólo sea por unos instantes, el paraíso perdido.
¿No sería mejor, en cambio, que todos nosotros tratáramos de preservar esa bendita inocencia primaria –que debe estar inscrita en el alma de cada uno– en la vida cotidiana? ¿No sería mejor, incluso en la inevitable contaminación con un mundo de tipos duros, donde sólo los tipos duros bailan, no abdicar nunca del todo, recuperar ese instinto inicial, recurrir a él en los momentos de desesperación, reavivar el asombro ante la vida que todos sentimos cuando pusimos un pie en este mundo? ¿No viviríamos todos mejor?
Seguramente en eso también consiste la belleza y la magia de la Navidad, de la inocencia de un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre.