De vez en cuando di la verdad para que te crean cuando mientas.

(Jules Renard)

A veces aprendemos más de la vida cotidiana, del mundo real y de las ingeniosas ocurrencias de los políticos –parece que su verdadera labor– que de una aburrida clase de filosofía, pongamos por caso. Que se lo digan al expresidente Zapatero cuando rescató la expresión “optimismo antropológico” al mantener que encontraba efectos positivos en todas las adversidades políticas a la que tenía que enfrentarse, y cuya idea es bien sencilla: somos buenos por naturaleza. La historia del pensamiento está repleta de esta tesis: desde la ingenuidad de un Sócrates, convencido de que si obramos mal es por desconocimiento del bien, o la defensa que Rousseau hacía sobre la bondad natural del individuo, torcida por el papel de la sociedad. Hasta los recientes estudios de la antropología y la psicología ponen el acento en el altruismo y la cooperación humana y la sociabilidad, como defendían no hace mucho el antropólogo Robert Sussman y el psiquiatra Robert Cloninger (El origen del altruismo y la cooperación, 2011) analizando la conducta prosocial y concluyendo: “la bondad embarga a las personas”.

Este derroche de optimismo se viene abajo si abandonamos la literatura y observamos la realidad, precisamente en situaciones límite que deberían poner a prueba la supuesta bondad humana. Puede resultar reiterativo ya el capítulo del negocio lucrativo de las mascarillas en pleno sufrimiento colectivo, en el que sobran nombres propios: Jose Luis Ábalos, Koldo García, Luis Medina, Alberto Luceño, Juan Carlos Cueto… Sobran también casos y ejemplos de que algo no funciona. Y aquí mera hemeroteca: “La policía belga registra varias casas del que fuera referente sobre la legalidad europea, el excomisario de Justicia, Didier Reynders, por un supuesto esquema de lavado de dinero”. O más cercano aún: “Detenido el jefe de delitos económicos de la Policía Nacional, tras hallar 20 millones escondidos en su casa”.

Pero una escena que causó bochorno y vergüenza, y que deja en entredicho nuestras buenas intenciones fue sin duda la que se produjo en plena desinformación del drama valenciano, y que no dice nada bueno de nosotros mismos: Recordaremos la polémica en torno al reportero que se manchó de barro a propósito, haciendo ver que era partícipe y víctima también de la catástrofe (cual personaje de Al filo de lo imposible). Pero, ¡oh, asombro! Fue sorprendido por la anónima cámara de un móvil en flagrante ficción; y con un intento infantil de ocultar la mentira, declaró: “no sabía que me estaban vigilando”. Es lo que tiene “colar mercenarios del odio que aprovechan las desgracias ajenas para forzar miedos y alimentar guerras inexistentes con mucho sensacionalismo y poco dato cotejado”, como declaraba poco después un articulista.

El caso del sufriente reportero me hizo recordar el mito filosófico del anillo de Giges que el gran Platón inventa y utiliza para analizar el sentido de la moralidad humana. Y como es tan extenso y prolijo en detalles, voy a permitirme la simpleza expositiva:

Narra el filósofo ateniense que un pastor –Giges– al servicio del rey de Lidia, tras una terrible tormenta encontró en una gruta un cadáver de proporciones descomunales que portaba un extraño anillo. Más extrañeza aún cuando Giges descubrió que la sortija en cuestión podía volver invisible a quien la portara si se la giraba o manipulaba, de manera que dejaba total libertad de acción al portador para realizar todo tipo de tropelías sin responsabilidad alguna. Algunos intérpretes señalan la actualidad del filósofo al considerar la fábula como un auténtico experimento mental que tiene hoy su prolongación en estudios de economía conductual y comportamiento del consumidor, por ejemplo. (Muy recomendables las obras de Dan Ariely sobre la mentira, cuya conclusión firmaría Platón: nuestro sentido de la moralidad está conectado con la cantidad de engaño con el que nos sentimos cómodos, y la inmoralidad resulta contagiosa. Por qué mentimos? Y en especial a nosotros mismos, 2012).

De todas las interpretaciones del mito, me quedo con la más simple: la ficción pone a prueba el alcance de las elecciones personales, concluyendo que todo individuo cree que resulta más ventajosa personalmente la injusticia que la justicia; y entre el bien y el mal, optaríamos por este último, si pudiéramos y nos reportara más beneficios.

Pero la alegoría plantea más interrogantes actuales: cuenta el mito que al descubrir el pastor el poder mágico del anillo, decidió visitar al rey de Lidia, y al volverse invisible, sedujo a la reina, mató al rey y se hizo con el poder; de modo que la lectura política es que cualquiera puede gobernar. Lo estamos viendo con este nuevo dirigente del mundo que es Trump, quien no recurre a anillos ni engaños para gobernar, aun enfrentándose a 34 cargos graves y convirtiéndose en el primer expresidente de Estados Unidos en ser declarado culpable de delitos penales (obviamente salvando las distancias entre la ignorancia y pobreza del pastor Giges, y la soberbia y el histrionismo del americano).

Podríamos ahorrarnos todo lo anterior con el simple título del historiador Tony Judt, Algo va mal (Judt, que de forma premonitoria –si se me permite el excursus– dejó escrito en octubre de 2003: “en los próximos años Israel va a devaluar y destruir el significado del holocausto, reduciéndolo a lo que mucha gente ya dice: la excusa para su mal comportamiento”).

En fin… Si Platón levantara la cabeza, tal vez se haría productor televisivo de programas como aquel mítico La máquina de la verdad de los años 90 del pasado siglo; o quizás cambiaría su afamada academia por un lucrativo negocio de orfebrería, especialista en anillos mágicos. l

El autor es profesor de Filosofía y Psicología del IES Julio Caro Baroja de Pamplona