Los Ángeles, año 2019. Bajo la lluvia ácida de una megalópolis desolada, el replicante Roy Batty (Rutger Hauer) le recita a Rick Deckart (Harrison Ford) esas antológicas palabras que conforman la iconografía cinéfila: “He visto cosas que vosotros no creeríais. He visto atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tanhäuser…”.

Pero si hay algo que Batty no vio, ni siquiera imaginó en aquel delirante siglo XXI de Blade Runner (1986), como los atentados del 11-S, la pandemia que paralizó al mundo entero o el asalto al Capitolio, es el rapapolvo que Trump le endosó a un acorralado Zelenski en la Sala Oval de la Casa Blanca, sancta sanctórum de la democracia liberal, convertida hoy en plató de televisión o en chusca teletienda a capricho del nuevo césar norteamericano.

Días atrás, me comentaba un amigo que el Ogro Naranja le recordaba a Calígula, y su histriónico escudero Elon Musk, a un villano de la Marvel, quizá un híbrido entre Venom y Joker. Me lo decía mientras nos tomábamos un café en un garito del Segundo Ensanche. EEUU flirtea con Rusia, China guarda silencio, Europa se rearma y el futuro canciller Merz se estrena con una turbadora frase: “Alemania ha vuelto”. Cabe pensar que soplan vientos nihilistas, que acabamos de estrenar una nueva fase en la que las piezas mayores del tablero se mueven alocadamente entre gambitos, enroques y jaques. Hasta la contemporizadora Europa se ve forzada a adaptarse a los nuevos tiempos por mor de las amenazas que se vislumbran en la actual geopolítica: por el Este, la invasión territorial a cara descubierta de un Putin que anhela las viejas fronteras de los zares. Por el Oeste, el imperialismo extractivista de un Trump desatado. Y en mitad del mapa, el Viejo Continente, último reducto del Welfare State, aquel estado del bienestar que logramos alcanzar tras un centenar de revoluciones, algunas regresiones y dos guerras mundiales. Es posible que hayamos olvidado ya los treinta años de gloria de los que hablaba Gilles Lipovetsky (1945/1975), con una democracia en irremediable declive que hasta hace poco creíamos invulnerable y que ahora comprobamos que urge cuidar, vigilar, incluso defender de agresiones externas y también internas.

A menos que creamos vivir en Freedonia, la hilarante república de los hermanos Marx en Sopa de ganso, Europa tendrá que aclimatarse a un nuevo entorno hostil, desarrollar defensas para proteger su integridad, su independencia, sus valores y su prosperidad. Y para eso, será necesario adoptar otra geometría del orden mundial, capaz de acometer retos en materia de seguridad, política y economía tales como disuadir de cualquier pretensión expansionista física, tecnológica o económica a una élite dirigente desapegada que parece ignorar los principios atlantistas alcanzados en 1948. Ante la irrupción de esta nueva era, no queda sino aplicar nuevas políticas. Es fácil mostrar una camiseta con el lema “No a la guerra” en Madrid, diría que suena hasta enternecedor. Pero el mérito estaría en hacerlo en Moscú o en San Petersburgo.

De regreso a casa, recordé el comentario del colega respecto a Calígula, lo que me llevó a ojear Historia de Roma, el libro de Indro Montanelli sobre la era de los emperadores. Salvando el lapso de veinte siglos, el capítulo dedicado a Calígula tiene algunas notas biográficas que podrían asemejarse al nuevo inquilino de la Casa Blanca. Según los cronistas de época, durante los cuatro años que Calígula necesitó para dilapidar el Imperio (del año 37 al 41 d.C.) se comportó como un regente déspota, caprichoso, ególatra, infantil y extravagante, sabedor de que era el dueño del orbe conocido. Nombró cónsul a su caballo Incitatus, convirtió su palacio en un prostíbulo con grandes fastos y orgías a costa del erario público y premió a su escolta pretoriana con la quita de impuestos para ganarse su favor, corolario de locas medidas que provocaron la quiebra de las arcas imperiales y una feroz hambruna en el pueblo. Acosado por las deudas, Calígula quiso poner remedio con una serie de medidas desesperadas para recuperar las finanzas, entre otras imponer nuevos diezmos a la plebe, lo que generó el odio entre la multitud y el desprecio soterrado de su propia élite gobernante.

El 24 de enero del año 41, una conspiración de pretorianos y senadores, liderada por su prefecto Casio Querea, acabó con su vida. El mismo día del magnicidio, la guardia pretoriana corrió desalada a nombrar césar a Claudio, tío de Calígula, creyendo que éste, al ser tartamudo, endeble e inexperto, sería un títere fácil de manejar. Se equivocaron, Claudio fue un emperador prudente, hábil y ecuánime. Lo primero que hizo fue mandar detener y ejecutar a los asesinos de su sobrino. Lo segundo, tomar las riendas del Imperio hasta recuperar su poder. Inolvidable el papel de Dereck Jacobi en la vieja serie de TV Yo, Claudio.