Estos días de principios de primavera, se ha abierto una polémica literaria en torno a la publicación de El odio, prevista por la editorial Anagrama para el 26 de marzo. Se trata del libro que Luisgé Martín ha escrito sobre José Bretón y sobre el crimen que cometió en 2011, el asesinato de los hijos que compartía con Ruth Ortiz. En un caso espeluznante de violencia vicaria, Bretón los mató para vengarse de su expareja, que había conseguido separarse de él, quemó los cadáveres de los menores y, a pesar de lo evidente de la mayoría de las pruebas, rechazó durante mucho tiempo su autoría. Más tarde, se negó a colaborar con la justicia de cara al hallazgo de los restos.
La polémica surgió en el momento en que los medios de comunicación informaron sobre la suspensión cautelar de la comercialización del libro que la Fiscalía de Menores había ordenado tras haber recibido una denuncia de la madre, quien alega la lesión de su derecho a la intimidad, a la imagen de los niños, así como el hecho, comprensible para cualquiera, de que esa publicación “reaviva su dolor”. Ruth Ortiz aduce asimismo que el autor, quien así lo ha reconocido, en ningún momento se puso en contacto con ella para hablarle de su proyecto literario.
Tras unos primeros días de silencio motivado seguramente por la consulta jurídica puesta en marcha, tanto Anagrama como Luisgé Martín han esgrimido argumentos legales, han recordado que la publicación de El odio queda amparada por el derecho constitucional a la creación literaria, y han dado a entender que seguirán adelante con su plan de edición una vez se haya emitido una resolución judicial favorable a sus intereses.
Al margen de lo que dictamine el juez, más allá de lo que establezca la ley, este caso reabre un viejo debate literario, ese que se suscita cada vez que aparece una obra narrativa de no ficción, sea una biografía, un dietario, un reportaje o una crónica, donde se recogen hechos verídicos protagonizados por personas de carne y hueso, o que afectan directamente a personas que no han querido o no han podido autorizar aquélla. Entonces, como ya sucedió hace unos años con el libro de Elvira Navarro sobre Adelaida García Morales, ocurre que los propios protagonistas o sus familiares, no consultados ni informados al respecto, alarmados y lógicamente dolidos por un asunto tan lesivo para su esfera privada, recurren a los tribunales en un intento legítimo por evitar la divulgación del libro.
Llegados a este punto, es necesario distinguir entre dos aspectos asociados a este debate, el relacionado con la escritura de El odio y el relativo a su publicación. Y es que, en las diversas réplicas a las que se ha visto obligado Martín al explicar sus motivos a distintos medios, él mismo ha mezclado a propósito ambas cuestiones. En cuanto a la primera, dice que ha querido “indagar sobre el odio, sobre la brutalidad de la naturaleza humana, sobre la crueldad y sobre las estructuras sociales que sostienen esa violencia inacabable; señala que “el crimen de Bretón contiene todos los paradigmas del Mal con mayúscula”. En cuanto al segundo, es decir, a los argumentos con los que pretende respaldar la legitimidad de la publicación, el autor ya no se muestra tan coherente. Por un lado, dice que el libro “está escrito con el mayor respeto hacia las víctimas”, que “no tiene intención de herir”, que “quita voz a Bretón, niega su explicación de los hechos, le enfrenta con sus contradicciones”. Por otro, admite que “decidió no contactar con Ruth Ortiz en ningún momento de la escritura”, que “no ha hablado con ella”, que “no tiene fuente de comunicación con ella”, que “no se habría atrevido a hacerlo”, y lo remata afirmando lo más absurdo e hipócrita de todo: “creo que es una persona a la que no hay que meter en esto”.
Si más arriba he criticado que ambos aspectos hayan sido mezclados por el propio interesado, es porque se diferencian en un matiz decisivo, en un punto clave, esto es, en el hecho de que Martín no tiene por qué justificar su interés literario por el crimen de Bretón, pero sí debería haber valorado, pensado de antemano, todo lo que suponía convertirlo en material literario. Como autor, él es muy libre de sentirse atraído por ese tema, igual que por cualquier otro, es soberano a la hora de escogerlo a partir de la inquietud estética que le mueve en su condición de escritor. Así ocurre, por citar sólo un ejemplo, con las obras de Svetlana Alexiévich. En sus “novelas de voces”, la Premio Nobel bielorrusa, con el previo consentimiento de sus “personajes”, recoge, transcribe y reelabora cientos de testimonios de hombres y mujeres reales que sufrieron la invasión nazi, la dictadura soviética o la catástrofe de Chernóbil.
Por eso, las explicaciones que Luisgé Martín ha aportado en ese sentido son superfluas, innecesarias desde una perspectiva creativa. Ahora bien. Si él insiste en mencionarlas, en apelar a esas razones literarias, es precisamente para crear una cortina de humo que oculte lo esencial; es porque le faltan las otras, las relacionadas con la publicación; es para desviar la atención porque no cuenta con la razón más importante en este caso, la ética, la ética personal, no la colectiva; es porque sabe que la única manera decente, moralmente aceptable, de sacar adelante un libro como este es contando con la aprobación de la persona más afectada por él, la madre de los niños asesinados, esa persona a quien Martin decidió no informar, con quien no quiso encontrarse porque ya conocía su respuesta, una respuesta obvia que, sin embargo, al autor, quizá creyéndose un nuevo Truman Capote, no le convenía oír.
En definitiva, aquí el único “juez” válido, el único al que debería haber escuchado Luisgé Martín antes de dar salida al libro, no sólo para ahorrarle dolor a Ruth Ortiz, sino para no acabar convirtiéndose en un triste peón en manos de la editorial, es su propia conciencia, que, en casos tan claros como éste, debería haberse impuesto a su estética.