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Colaboración

Mikel Sorauren

Armas... ¡guerra! (y II)

Armas... ¡guerra! (y II)Mykola Miakshykov

Es este un ambiente favorecedor de soluciones contundentes por quienes ven como enemigo y contrincante al que compite por acceder a bienes, vistos desde Occidente como propios y exclusivos; en cualquier caso, de vital importancia para la misma existencia. Hasta ahora esta percepción de la realidad se ha limitado a situaciones periféricas, concretadas en los conflictos balcánicos, las guerras de Ucrania y de la sufrida Palestina que han alcanzado un punto explosivo, con afección a espacios inmediatos de la Europa tradicionalmente tranquila, sin posibilidad de control. El recurso al rearme y su justificación adolece de simplismo, porque los partidarios de esta solución asumen la necesidad insoslayable del enfrentamiento. Probablemente afirmen no querer la guerra. Hitler afirmaba en su testamento redactado en el tenebroso bunker en que terminó arrinconado, que la guerra por él reclamada con anterioridad a su ascenso político, era responsabilidad de los judíos. No se puede aceptar el falso pacifismo del para bellum. Las armas se fabrican para usarlas. El razonamiento que afirma que son simplemente disuasorias no se sostiene. Aumentar presupuestos militares con el pretexto del armamento del contrario constituye una falacia. No me voy a remitir a la Historia para hacer entendible esta secuela, me referiré a los conflictos que han tenido –y tienen– lugar en nuestra época. Cuando dos posibles contendientes asumen lo irrenunciable de sus objetivos desencadenan la carrera de armamentos con la esperanza de encontrar una situación de ventaja sobre el contrario para vencerlo e imponerse. Es la realidad que se ha vivido desde 1914, hasta el momento presente.

Occidente pretende su irresponsabilidad en las tensiones que distorsionan los escenarios conflictivos a nivel mundial. En todo caso, no parece correcto atribuir la responsabilidad última del conflicto en Ucrania a la Rusia de Putin en exclusiva. Al margen de los planteamientos expansionistas y hegemónicos que presenta la política exterior del viejo Imperio, su reducción al nivel de poder regional en el Este europeo, impuesto por Occidente con el debacle de la URSS, tras dos siglos largos en cabeza del poder europeo y mundial. El nacionalismo ruso siente la humillación de contemplar a la OTAN en los umbrales de Moscú, cuestionando la recuperación de un imperio de primera línea. La organización armamentística occidental ha evidenciado su objetivo de hegemonía universal, de manera directa o favoreciendo a sus partidarios en el conjunto de escenarios mundiales, realidad sangrante en el genocidio de que es objeto Palestina, como lo fue ayer Irak. Se entiende la actitud de Ucrania de reclamar el paraguas protector de la OTAN frente a la agresividad de Putin, pero es obligado reconocer que la organización atlántica mira más lejos de obstaculizar simplemente la reconstrucción del histórico poder de Rusia, sino que alcanza a la posibilidad de una futura agresión en el marco del reordenamiento geopolítico por llegar.

Ante el panorama de un enfrentamiento bélico que hoy parece asustarnos, no es posible ofrecer sin más el recurso del diálogo para la resolución de los conflictos. La solución pasa por una modificación profunda de las relaciones internacionales y la búsqueda de acuerdos equitativos que permitan obviar la conflictividad permanente, generada por la tradicional política de hegemonías e imposición. El camino pasa por hacer verdaderos los planteamientos que vienen siendo prometidos por los responsables políticos a raíz de los sufrimientos colectivos que sobrecogen a la humanidad desde los inicios de la pasada centuria. La solución se encuentra en hacer ciertas las promesas de los líderes ante los impactantes efectos de las masacres y destrucciones sufridas en los enfrentamientos de que fueron protagonistas nuestros padres en épocas todavía recientes: no ya las guerras que destruyeron Europa, sino las exportadas a gran parte de los territorios de la Tierra. ¡Que se deje a los pueblos decidir su destino! Como lo prometieron Rooselvet y Churchill en la Carta Atlántica ¡Que se instaure la justicia universal de la fundación de la ONU para el arbitraje de la sociedad universal en los conflictos entre estados! ¡Que se acepte el derecho de Autodeterminación de los pueblos sometidos! Pero, particularmente, que la solidaridad de individuos y sociedades permita abordar la gravísima situación de una importante mayoría de la humanidad, marginada en la miseria como consecuencia de la obstinación de quienes se perciben fuertes apropiándose de la riqueza colectiva, patrimonio del conjunto de los seres humanos, y arrebatándola a los débiles que la producen cuando se apropian de los bienes colectivos.

Oigo la palabra ¡utopía! Lo seguirá siendo mientras mantengamos ante nuestros ojos el fantasma del falso abismo tras el que nos excusamos, con el fin de evitar los inconvenientes que pudiesen derivar para el status de comodidad de que disponemos.