Síguenos en redes sociales:

Adiós, ‘Zavalita’

Adiós, ‘Zavalita’Paco Campos

De vez en cuando, en algunas entrevistas, Mario Vargas Llosa contaba que, antes de empezar a escribir un libro, recibía la visita de uno de sus personajes más queridos, el sargento Lituma, quien de una forma discreta y con el ánimo de un aprendiz se ofrecía a interpretar un nuevo papel en la novela que estaba a punto de nacer. A esas alturas, después de varias historias protagonizadas por el agente de la autoridad, autor y personaje habían alcanzado tal nivel de entendimiento, habían congeniado de tal manera, que esa criatura imaginaria tenía la confianza suficiente como para ponerse a disposición de su creador y asumir el rol que éste decidiera asignarle. A menudo no había nada para ella, ni siquiera la posibilidad de un cameo, pues la trama no incluía ninguna investigación ni transcurría en Perú, y, sin embargo, el novelista sabía que, en la siguiente ocasión, el funcionario volvería a comparecer con el mismo propósito y la misma humildad.

Ahora, con la muerte del escritor todavía muy reciente, yo pienso que debió de haber un último encuentro entre los dos. Imagino que en algún momento, durante esas horas en que la familia y los amigos velaron el cuerpo de Vargas Llosa en Lima, el sargento Lituma se presentó allí para rendirle un merecido tributo. Seguramente se sentó en un banco del final, al fondo de la sala donde tuviera lugar la ceremonia que fuese, se quitó la gorra del uniforme y dedicó ese rato a recordar la trayectoria de su jefe, el viaje literario del hombre que le había dado vida.

Recordó cómo, tras su brillante irrupción internacional en el mundo de las letras con La ciudad y los perros, seguida del homenaje estilístico a Faulkner en La casa verde, el autor había logrado su mejor libro con Conversación en La Catedral, una novela ambientada en el Perú de la dictadura de Odría. En ella abordaba asuntos que acabarían conformando su territorio de escritor: el funcionamiento de los regímenes autoritarios, los perversos mecanismos del poder, la repercusión de las estructuras represivas sobre los individuos sometidos a ellas. Además, lo hacía ya con el recurso a técnicas ambiciosas en las que terminaría siendo un maestro, como la simbiosis entre acción, pensamiento y diálogo, la alternancia entre distintos planos temporales o el planteamiento de las historias desde diversos puntos de vista, a través de múltiples voces narradoras.

En ese mismo recorrido nostálgico, Lituma tuvo que acordarse de Pantaleón y las visitadoras, de esa novela que empezó siendo un drama cuando todavía era un manuscrito, y que más tarde, gracias a la intuición del autor, a su honestidad a la hora de escuchar los susurros de su propio texto, se transformó en una comedia desarrollada en un prostíbulo de la selva amazónica. En el silencio del velorio, el sargento debió de acordarse de ese libro tan divertido, pero también de otro de la misma época, La tía Julia y el escribidor, donde Vargas Llosa recurría a la memoria personal, al registro autobiográfico, para contar un episodio de su vida vinculado a su primera mujer y contrastarlo con la historia de Pedro Camacho, un personaje radiofónico de los años cincuenta.

Cuando imagino esas horas de duelo, cuando veo al guardia civil peruano repasando la obra de su progenitor, estoy seguro de que no le importó reconocer ciertas cuestiones relacionadas con ellos dos, el hecho de que algunas de las novelas posteriores donde aparece él, como ¿Quién mató a Palomino Molero?, Lituma en los Andes o Un héroe discreto, no se encuentren precisamente entre las más logradas de Mario. Pienso que, a cambio, le habría gustado estar en otras como La guerra del fin del mundo o, por supuesto, La fiesta del Chivo, el mejor libro de ficción de Vargas Llosa ambientado fuera de su tierra.

No, no existe el escritor perfecto, murmuraría Lituma entonces, esa mañana limeña, en esa retrospectiva acelerada. Lo paradójico es que, a veces, la forma más idónea de destacar las virtudes de un autor fallecido es mencionando lo que no consiguió, las cualidades literarias que no poseía. En el caso de Vargas Llosa, es justo admitir que no tenía oído para lo poético, para lo lírico, que no era un artista de la palabra bella; que después de Los jefes y de Los cachorros no volvió a publicar volúmenes de relatos por no dominar ese género tan exigente; que en sus momentos sin inspiración podía resultar ñoño al intentar ser erótico, como en Travesuras de la niña mala, y que en los últimos años de su carrera, en lugar de arriesgarse y probar nuevas formas de expresión, nuevos caminos creativos, repitió esquemas y argumentos novelísticos ya muy usados por él mismo.

Claro que el propio Lituma, desdoblado en una segunda voz, alegaría con razón que, si bien es verdad que ésas eran las limitaciones del literato, éste las supo compensar con otra clase de textos, con obras que no están al alcance de cualquier escritor, con ensayos como La verdad de las mentiras o los dedicados a Jorge Luis Borges y a Juan Carlos Onetti, por no hablar de los miles de artículos de colaboración que fue publicando a lo largo del tiempo en periódicos de todo el mundo.

Y si en esa especie de capilla ardiente, en la última comparecencia de Lituma, alguien le hubiese preguntado por otras facetas del autor, por sus ideas políticas, por algunas decisiones tomadas, o por ciertas contradicciones entre su modo de pensar y su modo de vivir, el personaje se habría encogido de hombros, habría continuado en silencio. Sí, yo imagino que después se habría levantado, habría salido de allí con gesto triste y habría vuelto a las páginas de los libros, a refugiarse en ellas para siempre.

El autor es escritor