Vivimos en un mundo complejo y sometido a profundas crisis, pero aunque haya razones para cierto pesimismo es más necesario que nunca tener un compromiso ético con la sociedad que nos rodea. Frente al individualismo extremo de nuestra civilización, que algunos incluso exaltan como algo virtuoso y beneficioso, debemos reivindicar la necesidad de una responsabilidad personal con los intereses colectivos. Todo ser humano, sean cuales sean sus creencias, debe ocuparse del gobierno de su vida tanto a nivel personal como grupal, y de evitar los excesos o abusos del poder, empezando por el propio.

La inspiración evangélica, el fundamento que mueve el cristianismo, conecta con lo político –pese a moverse en parámetros distintos– en el nivel humano. La persona humana es una, pero con distintas dimensiones: espiritual, ética, utópica, social, política. Desde el Evangelio se nos exige implicarnos en el bien común, en la convivencia con nuestros semejantes. Casi todos tenemos una pequeña esfera de poder, influencia o incidencia en nuestro ámbito social y el reto de ejercerla adecuadamente para mejorar la vida del prójimo. La exigencia es mucho mayor si tenemos un mayor nivel de poder a nivel político, económico o social. En cualquier caso, lo hemos de convertir en un poder-servicio, no en algo que utilicemos a nuestro servicio.

Los cristianos debemos participar en la política, en la medida de nuestras posibilidades, no para hacer proselitismo sino para reivindicar los valores evangélicos de amor, solidaridad y justicia, para sembrar respeto, diálogo, comprensión y huir de la imposición y de la demagogia. Nos hemos de preocupar, sobre todo, de los más desvalidos, de los alejados incluso de la posibilidad de participar en la cosa común –hay muchas formas de ser pobre–, de desarrollarse como miembros de la comunidad, y de defender sus derechos.

Hemos de precisar que el concepto de política cristiana, o de partidos políticos confesionales, es de otros tiempos y presenta riesgos demasiado bien conocidos, como el de identificar lo religioso con determinadas posiciones políticas, o sacralizarlas y absolutizarlas, o pensar que la fe es algo que puede imponerse. La política debe ser un instrumento para mejorar el mundo y servir a las personas, pero en sistemas plurales y democráticos los cristianos pueden tener distintas ideas sobre cómo resolver los conflictos que provoca la convivencia, sobre las soluciones a adoptar para lograr el bien común, sobre cómo aplicar en la práctica los valores del Evangelio.

Por eso, más que de una política cristiana –que, por humana, será siempre imperfecta y limitada–, preferimos hablar de cristianos en la política. Al tiempo, afirmamos también que hay algunas políticas claramente no cristianas que se oponen a los valores evangélicos (explotación del ser humano, desigualdad, discriminación, violencia, guerra, genocidio). Hoy en día, y quizás siempre, las políticas que se hacen en todo el mundo son, además de deshumanizadoras, muy poco cristianas, aunque las propugnen o ejecuten personas que se proclaman como cristianas. Los derechos humanos, un mínimo ético fruto de un amplio consenso entre gentes e instituciones de diversas ideologías y creencias, que están en perfecta sintonía con la visión evangélica, no se respetan. Se valora el poder por el poder, la imposición, el egoísmo a ultranza, la despreocupación por los intereses comunes.

El cristiano, dentro de sus circunstancias y capacidades, a la hora de adoptar las decisiones vitales que le toquen, ha de hacer compatibles fe y política, vivir en el mundo desde la espiritualidad, hacer el bien siguiendo el modelo de Jesús. Con sobriedad, humildad, servicio a los demás, opción por los más pobres, débiles y necesitados, persiguiendo la liberación integral de la persona a nivel socioeconómico, humano y salvífico. Con realismo, sabiendo que la política es una realidad autónoma y que la gestión de lo común es compleja y difícil, implica convivir con la duda y la incertidumbre. Con responsabilidad y preocupación por poder discernir con conocimiento y prudencia. Con sentido crítico; y también con sentido autocrítico, ya que los cristianos, la Iglesia, a menudo no están (estamos) a la altura de lo que exige el Evangelio, no viven en congruencia con la fe ni la moral que proclaman. Ha habido y hay cristianos que hacen barbaridades incluso en nombre de Dios.

Los cristianos hemos de trabajar con otros para promover valores cívicos comunes como la honestidad con la realidad por encima de la ideología, la escucha y el diálogo, la empatía, la tolerancia, la solidaridad, la acogida y el respeto por el diferente, el cuidado de los demás, la compasión con los necesitados, la honradez y la coherencia en la propia vida.

Solasbide