Cada día amanecemos con nuevas cifras que deberían estremecer nuestra conciencia: cinco personas fallecidas por el apagón eléctrico, 227 víctimas por la última DANA, 26 muertes en carretera durante un puente vacacional. Podríamos pensar que son hechos aislados, infortunios inevitables, accidentes de la vida moderna. Pero si miramos más allá de las estadísticas, se dibuja un patrón inquietante: un proceso de autodestrucción silencioso, cotidiano, al que nos hemos habituado como si fuera normal.

No podemos seguir aceptando como normales las tragedias que podríamos evitar. No deberíamos conformarnos con explicaciones técnicas cuando hay una responsabilidad compartida que evitamos asumir. Porque detrás de cada desastre hay decisiones no tomadas, prioridades mal establecidas, recursos desviados a lo superfluo y una ceguera colectiva que se alimenta de un bienestar egoísta y frágil.

La vida humana se ha convertido en una variable secundaria frente al entretenimiento, la inmediatez, el consumo. Hemos construido sociedades que se protegen más de la incomodidad que del riesgo real. Invertimos más en mantenernos distraídos que en garantizar entornos seguros, resilientes, preparados. Los problemas estructurales desde el cambio climático hasta el deterioro de infraestructuras, pasando por la precariedad laboral o la falta de educación en prevención se silencian o posponen mientras nos entregamos al espejismo de la normalidad.

Pero la realidad nos sacude con frecuencia. Nos recuerda que la vida no es eterna, que el azar no lo explica todo, que prevenir no es un lujo, sino una obligación ética. Morir por una tormenta, por una carretera mal diseñada o por una negligencia eléctrica no debería ser parte del precio de vivir en sociedad. Son muertes evitables. Son fracasos colectivos.

Este no es un mensaje catastrofista, sino profundamente esperanzador: si reconocemos nuestra parte en este proceso de autodestrucción, también podemos actuar para detenerlo. Parar la autodestrucción significa revisar nuestras prioridades, decidir que la vida humana no es negociable, y dedicar voluntad, inteligencia y recursos a lo esencial: protegernos, cuidarnos, anticiparnos, educarnos.

La prevención no da titulares espectaculares, pero salva vidas. La responsabilidad no se celebra en redes sociales, pero construye sociedades más justas. El coraje no está en la temeridad, sino en asumir que cambiar es necesario. Parar la autodestrucción no es tarea de unos pocos. Es el desafío de todos.