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La luz diáfana de la cordura

La luz diáfana de la corduraArchivo

La esperanza es el sueño del hombre despierto. (Aristóteles)

La esperanza es una orientación del espíritu, y nos ayuda a entender lo negativo de un presente que actúa como puente hacia un mundo mejor, en el que el arco de la historia se tense enfocando la dirección correcta de un futuro más humano. La esperanza trasciende todo cuanto hemos experimentado y, a través de ella, por más sombrío que veamos el presente, confiamos en encontrar la luz diáfana de la cordura. Nuestro país tiene sobrada experiencia en el desarrollo de la incertidumbre, el miedo y la esperanza. Las últimas etapas en las que imperaron la crueldad y el secuestro de la libertad se desarrollaron durante la dictadura franquista y el terrorismo de ETA. La guerra de España se la pusieron a Franco en las manos patrocinadores como Hitler y Mussolini, así como una parte de la oligarquía nacional que financió la trama, con Juan March a la cabeza. La contienda fratricida pretendía eliminar a todo rival ideológico, utilizando la barbarie y el secuestro de cualquier pensamiento ajeno al régimen. La posguerra fue marcada por la huella del nacionalcatolicismo, con la connivencia de la Iglesia, colocando el retrato de Franco junto al crucifijo en todos los colegios y depurando del magisterio a todo docente no afín al régimen. Durante la guerra y la posguerra, miles y miles de personas intentaron cruzar la frontera para salvar la vida, sin que su suerte interesase a nadie. La seta venenosa del fanatismo, que se nutre de la intolerancia, daba paso a multitud de asesinatos, violaciones y torturas de seres que luchaban contra el agotamiento, la humillación y la muerte, poniendo de manifiesto que la guerra va más allá de la guerra, mostrando al desnudo lo más indeseable que alberga el ser humano. Tras la muerte de Franco, en pleno desarrollo de una democracia que se prometía libérrima, el terrorismo de ETA, con su fanatismo ideológico, siguió ensombreciendo la vida española, dejando un reguero de dolor, muerte e intolerancia, manteniendo una sinestesia con el más crudo primitivismo. Durante esta triste etapa de nuestra historia, la Iglesia fue un pilar fundamental para el sostenimiento del régimen; no mirando para otro lado como lo hizo con el holocausto, sino considerando la guerra civil como una cruzada contra el comunismo y el ateísmo.

La esperanza, lejos de la espera infructuosa, se convirtió en tenaz acción y logró transformar nuestro país, enfrentándose a la desesperación. En la actualidad la Iglesia católica, a través del fallecido papa Francisco, ha dado pasos de acercamiento al ser humano. El aluvión de alabanzas hacia las virtudes de este último papa —virtudes que de otro lado las tiene cualquier ser humano con una inteligencia emocional mínimamente normal— nos hace asomarnos a un pasado en el que la Iglesia admite, con su habitual enorme retraso y dulcificando el lenguaje, haber cometido “errores”. Dios es una duda y la Iglesia una institución con luces y sombras. Al ser humano le resulta más cómodo creer que cuestionar. La fe y la duda no tienen que ver con el intelecto; son estados del espíritu, con frecuencia volubles, al no lograr encontrar ningún argumento que apoye la creencia en un ser supremo o en una fuerza divina que ayude a entender un mundo vulnerable, hoy dependiente de las nuevas tecnologías, en el que el temor y la incertidumbre se vuelven a posicionar en primera línea. En estos últimos años hemos vivido una pandemia, inseguridades políticas nacionales e internacionales y una progresiva desconfianza hacia el futuro. La evidente degradación institucional ha sumergido a nuestra sociedad en el recelo hacia el gobierno, generando inestabilidad y deteriorando la relación fundamental del individuo con su entorno. Invocando el progresismo nos venden un cuento de hadas que se desvanece en una vana espera. A fuerza de indignación caemos en la cuenta de que seguimos por el camino equivocado, dando las riendas de la política a los menos cualificados, siempre interesados en el costumbrismo del poder. Si la política actual no fuese un bebedero de patos, la sociedad retornaría a la fe de creer en la justicia, el progreso y la libertad. Los ciudadanos albergan distintos tipos de miedo, derivados tanto del desconocimiento como del propio conocimiento. El liberalismo se ha acomodado al miedo, creando un permanente sentido de inseguridad, llevándonos a la confusión y a la pereza del pensamiento crítico. Estamos ante un mundo en el que la paz se ve amenazada por múltiples frentes que constituyen el trasfondo del orden social de nuestro tiempo. Hay que decidir si vivir en nuestra propia ficción o en la realidad del mundo, que marca el duro camino que debemos recorrer para llegar a ser humanos. Los hechos, pese al intento de ignorarlos, son reales, y no desaparecen ni se transforman sin nuestra implicación. La vida y la fortuna penden de delgados hilos. Desde la infancia nos encaminan hacia destinos ajenos, pero es nuestro derecho y deber el realizar los sueños propios, sin que el hábito nos aprisione con sus fuertes cadenas impidiendo moldear nuestro futuro. En la existencia no hay caminos llanos; “se hace camino al andar”, como señalaba el poeta, manteniendo la conciencia de que todo son subidas y bajadas. De la niñez pasamos a la adolescencia, que nos expulsa del reino de los ángeles, pasando a ser hombres y mujeres desnudos entre tormentas en la comedia de la vida, abocados al reto de construir nuestra identidad. Hay que educar al niño con respecto al mundo en el que va a vivir. La sociedad evoluciona día por día, y demanda que la formación de las nuevas generaciones sea cada vez más amplia y universalista, dinamizando un sistema educativo que está paralizado por la venenosa vida política de este país. Precisamos luchar por el nuevo humanismo de este siglo, que ha de ser un humanismo espiritual, no contaminado por la ciencia y la técnica. El hervor humano de la empatía y la creación intelectual ha de ponerse al servicio del bien común, apartándonos de la mercantilización del egoísmo. Nuestras posibilidades son ilimitadas; si estamos al servicio de la pasividad es por falta de espíritu, de iniciativa y de briosa agilidad. Quien logra hacer que su vida se sienta en armonía consigo mismo, experimenta una plácida y profunda alegría. Los educadores han de tomar conciencia de ser los guardianes de la civilización. Hay quien no aprende nada por creer entender todo demasiado pronto, cerrando las puertas a la duda. En un buen proceso educacional ha de lograrse que el niño experimente el placer del descubrimiento continuo que le ofrece la vida. Aprender, desaprender y reaprender para no caer en una nueva forma de analfabetismo. La cortesía y la educación nos permiten perfumar exquisitamente la vida de cuantos nos rodean. Cambiar las circunstancias es algo posible cuando cambiamos de actitud ante ellas y cultivamos todos los hábitos que deseamos como base de nuestra vida. Recordemos, como decía Machado, que “hoy es siempre todavía”. l