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Tribunas

La ciudadanía merece respeto, no crispación

La ciudadanía merece respeto, no crispaciónJAVIER BERGASA

En el contexto político actual, donde la crispación se ha convertido casi en norma y la injuria en herramienta parlamentaria, es imprescindible recordar que, en política, no se puede ni se debe normalizar lo que, lamentablemente, presenciamos con demasiada frecuencia: la calumnia, el insulto y los discursos de odio. Porque no todo vale. La democracia tiene límites, y los ejemplos mencionados representan precisamente esas fronteras. Traspasarlas no constituye un mero exceso retórico ni un simple desliz verbal, sino una agresión directa al sistema democrático, al respeto institucional y a la convivencia plural que tanto esfuerzo nos ha costado construir.

Vivimos un momento preocupante. La ultraderecha de VOX no solo ha logrado penetrar en las instituciones, sino que ha arrastrado consigo a otras derechas que, en tiempos no tan lejanos, defendían con mayor firmeza principios democráticos fundamentales. Hoy, sin embargo, esas fuerzas políticas han optado por competir en el barro, asumiendo como propio, en no pocas ocasiones, un lenguaje incendiario, el uso de bulos, la provocación, la deshumanización del adversario y, en definitiva, haciendo del discurso de odio su principal estrategia. Y lo hacen con plena conciencia de sus efectos. Porque esta estrategia no es espontánea, sino cuidadosamente diseñada para alimentar el miedo, la inseguridad y el desprecio hacia quien es diferente. Y lo más grave: empieza a calar.

Instituciones como la ONU y el Parlamento Europeo han alertado con claridad sobre este fenómeno. No se trata de una exageración, ni de un fenómeno local, ni de una cortina de humo partidista. Es una realidad tangible que se traduce en un preocupante aumento de los delitos de odio y en agresiones motivadas por razones ideológicas, de género, de raza o de identidad sexual. Por ello, nos enfrentamos a un desafío mayúsculo: frenar la normalización de este clima de confrontación.

Somos plenamente conscientes de que las palabras pronunciadas desde una tribuna parlamentaria o difundidas a través de los medios por representantes políticos tienen un impacto directo y generan debate en la sociedad. Existe una conexión directa entre la crispación institucional y el incremento de la polarización social. Por eso, no es casual que ciertos discursos terminen legitimando agresiones, amenazas o humillaciones. Tampoco lo es que una parte creciente de la ciudadanía se desconecte, harta de una política que, en lugar de construir, se dedica a destruir. Por eso, quienes ejercemos cargos públicos tenemos ante este reto una responsabilidad añadida: la de cuidar el lenguaje, preservar las instituciones y fomentar el respeto.

El problema es que quienes banalizan esta deriva suelen escudarse en la libertad de expresión. Pero no: el insulto y el discurso de odio no son libertad de expresión. Defender la libertad no implica tolerar calumnias, insultos sistemáticos, incitación al odio ni la deshumanización del adversario. La libertad de expresión termina donde comienza la violencia, incluso cuando esta se manifiesta de forma verbal. La política no puede ni debe convertirse en un escenario donde todo vale. Y no se trata de prohibir opiniones ni de censurar a nadie, sino de trazar una línea clara entre la crítica política legítima y el discurso que incita a la discriminación o a la violencia.

En este contexto, resulta sorprendente y profundamente decepcionante que formaciones políticas conservadoras no solo no condenen este tipo de discursos, sino que los justifiquen, los aplaudan o se limiten a mirar hacia otro lado. Porque, en política, el silencio ante el odio no es neutralidad: es connivencia. Si el PP y UPN optan por seguir abrazando a VOX o guardar silencio cuando desde sus filas se siembra odio, deben saber que están contribuyendo a socavar los cimientos mismos del Estado democrático de derecho. Este silencio cómplice representa uno de los mayores peligros que hoy enfrenta nuestra democracia. Porque cuando los demócratas no alzan la voz ante estos ataques, ceden espacio a quienes pretenden destruir el sistema desde dentro.

La solución no es sencilla, pero sí evidente: dignificar la política. Desde el PSN queremos reivindicar el valor del noble ejercicio de esta actividad. Porque hacer política es, entre otras muchas cosas, servir a la ciudadanía, construir consensos, garantizar derechos y proteger a los más vulnerables. Que la oposición fiscalice, critique y proponga alternativas no solo es legítimo, sino necesario. Pero cuando se basa en la difamación y el desprecio sistemático, deja de ser una oposición democrática para convertirse en un problema democrático.

La ciudadanía se está cansando. Y con razón. Porque cuando la política se convierte en un espectáculo de odio, todos perdemos. Se erosiona la confianza en las instituciones, se polariza la sociedad y se degrada un sistema que, aunque imperfecto, es nuestra mejor herramienta para garantizar la participación y seguir avanzando en derechos y libertades.

Por eso hoy, más que nunca, es urgente recuperar el respeto, el diálogo y el valor de la política útil. Urge defender el debate constructivo, el pluralismo y la convivencia. Porque la democracia no se defiende solo en las urnas: se defiende también en el lenguaje, en la actitud institucional y en el ejemplo que damos desde los parlamentos.

La Comunidad Foral de Navarra, que lidera los índices de calidad de vida en España y es ejemplo de bienestar, progreso, convivencia y calidad democrática, no puede ser arrastrada por esta ola de degradación. No lo vamos a permitir. Porque creemos en la política con mayúsculas: en la que construye, no en la que destruye. Porque aquí sabemos que el respeto es una condición indispensable para vivir en libertad.

La autora es vicepresidenta del Parlamento de Navarra