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Tribuna

Miguel Izu

Asuntos internos

Asuntos internosEFE

Hemos visto a los de Asuntos Internos en las películas y en la series de televisión. Son esos policías que vigilan a los demás policías. Se les suele presentar como gente muy antipática. Los otros policías los detestan, creen que no son buenos compañeros, que están del lado del enemigo. Ellos se defienden con lo de que hay que sacar del cesto las manzanas podridas y lavar la ropa sucia en casa. En cuanto se ha disparado un arma reglamentaria, o si ha muerto un detenido, o si hay una denuncia, aparecen a hacer preguntas.

Creo que no hay unidades de Asuntos Internos en otras instituciones; no las he conocido pese a haber trabajado en unas cuantas. A ver, sí que hay órganos de control, de intervención, de auditoría, pero no es lo mismo. No investigan tan a fondo y no son cuña de la misma madera, la más incisiva según el refrán. Y, por supuesto, hay órganos disciplinarios en cualquier organización para castigar a quienes alteran el orden interno. Tampoco son lo mismo, ni están tan alerta. Se reúnen, se activan, se nombran, a toro pasado, cuando es obvia la infracción y no hay forma de taparla. A veces dependen de quien debió haber vigilado e impedido el desafuero y no es raro que su interés sea limitar los daños y echar tierra encima antes de que le salpiquen las responsabilidades.

Por mi experiencia, no hay policías de Asuntos Internos en los partidos políticos. Se confía, como en otras organizaciones, en que los órganos de dirección sean capaces de detectar cualquier comportamiento sospechoso o irregular. Es mucho confiar. Los jefes están demasiado atareados y tienen demasiados frentes abiertos. Bastante es ya vigilar a los enemigos externos e internos, que son muchos, como para estar desconfiando de los propios acólitos. Que son de los nuestros, que son de los buenos, porque los buenos somos nosotros, y cualquier sospecha o denuncia seguro que es una maniobra de los malos. Así que cuando, oh sorpresa, alguno de los nuestros resulta que no era tan bueno, cunde el desconcierto. Nunca pudiéramos haberlo sospechado, se dice. Como no sospecharon los vecinos de aquel individuo tan normal, tan amable, que saludaba siempre, que acariciaba a los niños, auxiliaba a los ancianos y ayudaba a cargar las bolsas de la compra, y que resulta que era un asesino en serie que guardaba cadáveres en el sótano. Quizás, por eso mismo, no sería descabellado pagar a gente que sospechara de forma sistemática, por obligación, de todos los afiliados, tener en cada partido una unidad de Asuntos Internos.

Nos evitaríamos, no todas, pero al menos algunas de esas situaciones tan incomodas de tener que asumir responsabilidades por actuaciones censurables de alguno de los nuestros. De tener que responder, asumir las consecuencias de las propias acciones y omisiones. No sabemos bien cómo hacerlo. A veces nos han dejado perplejos esos países donde un ministro dimite porque ocultó una infracción de tráfico, o fingió tener un título académico que no tenía, o mintió en una rueda de prensa. Unos pringados, pensamos, se arrugan por nada. Hay que negarlo todo, aguantar y echar la culpa a otros. Quizás no suceda solo aquí y sea signo de los tiempos que los políticos no necesiten ser ejemplares. Nixon dimitió por mentir; Clinton mintió también sobre sus actividades lúdicas en el Despacho Oral y no tuvo que dimitir, mientras que Trump fue elegido pese a estar ya condenado por la Justicia.

En una democracia normal, en una democracia conforme a las normas que antes suponíamos exigibles en una democracia, que los políticos fuesen responsables, capaces de dar explicaciones sobre sus actos y mantener la confianza de sus conciudadanos o, en caso contrario, dimitir y dejar intentarlo a otro, Sánchez asumiría su responsabilidad no solo diciendo que asume su responsabilidad sino dimitiendo como presidente del partido y del Gobierno y dejando que otra persona de su partido le sucediera. Porque ha fallado estrepitosamente y por duplicado a la hora de elegir a sus colaboradores más estrechos, ha incurrido en culpa in eligendo y en culpa in vigilando. Ya no podemos confiar, ni sus compañeros de partido, ni sus socios, ni los votantes, ni los ciudadanos en general, en su acierto para elegir al sucesor de dos responsables de organización que resultaron, supuestamente y a la espera de sentencia firme, corruptibles y corruptos.

Pero, claro, no estamos en una democracia normal. Quizás ya ningún país esté en una democracia normal, visto cómo va el mundo, y mucho menos en la sociedad democrática avanzada que dice la Constitución española. Pedro Sánchez no piensa dimitir y ser el único presidente desde Suárez al que se le ocurra tal cosa. Mucha gente le aplaude. Hemos establecido, a base de precedentes, una cultura política en que lo último que debe hacer un político es dimitir. El listón está muy bajo. Si no dimitió Felipe González por el GAL ni otros asuntillos, si no dimitió Aznar por el Prestige, el Yak-42 o las armas de destrucción masiva, si no dimitió M. Rajoy por la trama Gürtel o la caja B de Bárcenas, si no dimite Mazón por razones obvias, no va a ser Sánchez tan pringado como para dimitir. Ni tan irresponsable, porque gracias a la cultura de los hiperliderazgos en los partidos políticos que también entre todos hemos instaurado, cambiar de líder suele ser muy traumático y puede causar daños irreparables. Como un Gobierno con Feijóo y Abascal. Así que, Pedro, aguanta. Pero, antes de nombrar nuevos cargos en el partido, toma nota de lo de la unidad de Asuntos Internos. Podría ser útil.