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La ‘docta ignorancia’

La ‘docta ignorancia’Agencias

La natural ignorancia en la que se desenvuelve el común de los mortales, uno mismo, se transforma en simplemente docta bajo la opinión de todos los especialistas que en el mundo hubieren. La docta ignorancia, por el contrario, tiene su precedente en el socrático “sólo sé que no sé nada” y en la toma de conciencia sobre los límites del conocimiento humano. Es más sabiduría que ciencia: “la ignorancia que se hace consciente de la impotencia de todo saber racional”, según Ferrater Mora. Como si actualizando el pensamiento del Cusano todas las contradicciones que en este mundo cupieran bajo el designio de un principio de no contradicción y aparente unidad de trumputinianos contrarios al amparo de lo absoluto. He tratado de mostrar anteriormente el que esto no sea estrictamente así, puesto que no hay tal contradicción entre los intereses de uno y otro sino, al contrario, una conjuntiva unidad de acción terciada por otros que también aspiran a ocupar su puesto. Es como si tratarase, en cierto modo y, en este caso, respecto del conflicto de Ucrania, del déjà vu de un renovado Tratado de Tordesillas en el cual el reencontrado nuevo mundo queda repartido bajo designio de su correspondiente poder.

La docta ignorancia de los expertos, lo mismo creyentes que agnósticos y ateos, por otra parte, consiste en considerar que al estar exentos de toda responsabilidad directa en las decisiones que otros hayan de adoptar, sea el sistema quien en última instancia responda por ellos. La docta ignorancia como motor del conocimiento no cuantitativo es esa aspiración hacia lo ignoto con que se define el infinito y la naturaleza de lo sagrado. Por eso, en ocasiones, afirmar la ignorancia de nuestros líderes en lugar de debilitarlos parece engrandecerlos en su endiosamiento. La naturaleza de lo sagrado, no en vano, consiste en ser, al menos en Mircea Eliade, la puesta la escena terrenal de un orden celestial: “el mundo se presenta de tal manera que, al contemplarlo, el hombre religioso descubre los múltiples modos de lo sagrado y, por consiguiente, del ser. Ante todo, el mundo existe, está ahí, tiene una estructura: no es un caos, sino un cosmos; por tanto, se impone como una creación, como obra de los dioses.”

El nuevo orden que estos terrícolas emperadores desean imponer al orbe entero tiene mucho, consiguientemente, del espíritu sacro con el que en origen el dominio sobre todo lo demás fuera investido. Marcel Gauchet, siguiendo en esto los pasos de Karl Jaspers, nos habla de un antes y después del denominado período axial. El antes dominado por un espíritu convivencial, igualitario, basado en la reciprocidad hombre-naturaleza, y el después de una jerarquización de las comunidades que habrá de desembocar en el surgimiento de la figura del Estado de aquellos sumos sacerdotes organizadores del culto y ritual que los justifiquen legitimándolos en el desempeño de las labores de gobierno y poder. Con el Estado, habrá de decirnos el filósofo francés, “adviene la perspectiva imperial de una dominación conquistadora del mundo” con la que rige todo sátrapa, fundado en tres principios motores: los de jerarquía, dominación y conquista. Los descubrimientos pasan de ser encuentros, más o menos fortuitos, a planificadas conquistas basadas mayoritariamente en el instrumento más eficaz puesto a su servicio tal cual es, fuera y continúa siéndolo, el de las guerras.

El Estado surge a una con esa irrupción de una axialidad, eje fundacional regido por la infinitud celestial y las limitaciones terrenales, que tiene por áreas de procedencia grosso modo los territorios de Persia, China, India, Grecia y Palestina. Los conflictos que se derivan de sus muy diversas interpretaciones cualitativamente parecen ser hoy los mismos que se dieran en aquella no tan remota antigüedad situada para Jaspers en el año 500 a.C. a una con el surgimiento del denominado tiempo-eje. Abunda el autor con una curiosa caracterización sobre el carácter del binomio Oriente-Occidente como el las “tierras de la mañana y de la tarde”, del nacimiento y la puesta de este astro que todo parece gobernar, el Sol.

“De antemano –desde los griegos– el Occidente se ha constituido en una polaridad interior de Occidente y Oriente. Desde Herodoto es conocida la oposición de tierras de la mañana y tierras de la tarde, como una oposición eterna, que siempre reaparece en formas nuevas. Por tanto, la contraposición es, desde luego, auténticamente real, pues espiritualmente real es algo con solo saber de sí mismo.”

Es como si en uno de sus extremos estuviera el de la creación y en el otro su contrario. Cuestión que Nicolás de Cusa asumía como el requisito necesario para toda nueva creación, la de un olvido necesario, un conocimiento asentado en lo indemostrable, mediante el procedimiento de vaciado de lo dado por sabido y conocido.

Los Trump, Putin, etcétera, endiosados uranios a la conquista de todo espacio, son titanes de la guerra que representan intereses poco arraigados en la comunidad de vida, siendo más propios del Estado, aunque afirmen detestarlo, utilizándolo en su propio beneficio. Con la docta ignorancia al servicio de una ambición de poder consiguen una apariencia de conocimiento para el dominio del mundo haciendo partícipe del enconamiento a otros sátrapas menores de toda condición y localización. El lugar del pueblo no es tanto, para ellos, la comunidad cuanto el Estado. Un procedimiento muy dado a la crítica filosófica si tomamos en cuenta lo recogido por el pensamiento de Karl Jaspers donde: “La liberación por medio de la filosofía se expresa en proposiciones de carácter negativas. […] El saber supremo de la filosofía se expresa como no saber, pero no como el no saber inicial suprimible al paso del saber, sino como el no saber que adquiere su plenitud sobre la base de todos los saberes y precisamente al límite de los mismos”. Y en cuanto cuestionamiento de los excesos de un poder mitificado deberíamos tomarla, por tanto, siquiera sea brevemente, en consideración.

El autor es escritor