Mi generación forjó su espíritu político en tiempos de la lucha clandestina contra la dictadura. Acudir a una manifestación estudiantil era dar pública cuenta de una resuelta e ilusionada voluntad de trasformar la sociedad. Tras proferir unos cuantos eslóganes contra el dictador, las manifestaciones finalizaban, entre el fragor de los pelotazos y de los botes de humo, con apresuradas carreras y el aliento de los grises en la nuca. Nuestra generación no tuvo maestros, más aún se hizo contra ellos. Nuestras conciencias se fraguaron con los textos de Sartre, Freud, las canciones de los Beatles, las poesías de Miguel Hernández, el Guernica de Picasso, y con un miedo común, hijo de la brutalidad del régimen franquista. Nuestra praxis fue alimentada con la insurrección sesentayochista de París, la Primavera de Praga y la Revolución de los Claveles de Portugal.

Aquel ingenuo y arriesgado romanticismo nos permitió acabar con la dictadura y respirar un tornado de democracia o de pueblo oreado. Y así llegaron los vaqueros, las playeras, Barricada con El drogas al frente, y la calle dejó de ser propiedad de Fraga Iribarne. Lo preocupante es que todo aquello que creíamos superado empieza a parecerse a la desmesurada baraúnda que habita la política actual, llena de discursos hostiles, insultos, bulos y un preocupante crecimiento de la extrema derecha que está poniendo en peligro la democracia que tanto esfuerzo ha costado instaurarla. Y es que a medida que los virus avanzan el diablo se retrocede, quedando el ser humano como único responsable del mal. Y en eso estamos.

Afrontamos con firmeza, aunque con tardanza, todos los naseiros, filesas, juanguerras, roldanes, roucovarelas, barbarasrey, hipercores, tejeros, tamayazos, gürteles, ayusadas, mazondanas y marcialdorados. Sin embargo, cuando todo parecía indicar que se consolidaba la anhelada democracia y se iba a realizar una política higienizada, los casos de corrupción, los fraudes fiscales, la falsificación de méritos académicos y la creación de empresas fantasma para evadir impuestos o blanquear dinero se precipitan en cascada, aunque, como dice Gabriel Rufián, no todo es lo mismo pues hay corrupciones cutres y corrupciones premium. Y es que el dinero come dinero, pare dinero y nunca sobra para el pobre de la esquina ni para el parado crónico. Lo cierto es que bajo el cielo convulso de España se muestra el feroz neoliberalismo competitivo y corrupto en todo su esplendor. Y con él las grandes palabras verdad y honradez van perdiendo su valor, anegadas por la deificación del dinero y del poder. Y en este contexto se ha desencadenado una rapaz carrera por enriquecerse, hasta el punto de que los escándalos de corrupción han colmado el desencanto ciudadano acumulado y este se va convirtiendo en malestar social y escepticismo.

El otro mal que arraiga en la política, como consecuencia del mito de la meritocracia, es la proliferación de currículums expansivos, esto es, la tendencia tan patética como narcisista a engrosar los currículums mediante títulos falsos, que se crean con el planisferio académico de un colega y los entorchados posgrado de una universidad privada, y elevando la dedocracia a moral nacional. Vamos, que los títulos, aunque sean falsos, dan prestigio. El hecho es que el aluvión de borrados y correcciones de títulos falseados, en el que están incurriendo muchos políticos, es un espectáculo bochornoso. Y es que al parecer los partidos políticos parecen parasitados por unos cuantos personajes guiados por una patética veleidad de notoriedad, ya que en este país en el que hemos decidido residir, los falsos méritos académicos son el frontispicio que representa los valores de algunos políticos que necesitan altas dosis de titulosterona para mantener su narcisismo. En fin, pese a todo, algo hemos aprendido de la política, aunque nada especial, creo yo. Nada que no supiéramos ya por los libros, pues desde Platón a Habermas todo está en sus páginas: las razones del poder, la mala educación de sus escenificaciones y la desmesurada vanidad que lo habita. En cuanto a sus sinrazones, basta con leer a Maquiavelo y al cardenal Mazarino. Lo preocupante es que mientras estos males no sean erradicados, la extrema derecha se verá beneficiada, por lo que se avecina una grave fractura democrática entre la España real y la imaginaria, existente tan sólo en la mente febril de los nuevos ingenieros de las minorías totalitarias, que pretenden hacer de este país un páramo absolutista, con unas instituciones vacías de contenido democrático y una masa social atomizada en su propia inercia. Y lo peor es que frente a esto uno se hace mayor y se ve reducido a una biografía sequiza y lejana que se posa terca en la memoria. Probablemente, hoy día, el grito de Edvard Munch sería ensordecedor.

El autor es médico psiquiatra