Los incendios nos dejan imágenes que se repiten con una crudeza insoportable: pérdida de vidas humanas, campos calcinados, animales muertos, montes arrasados y personas anónimas tratando de contener las llamas con cubos, mangueras de jardín y el peso de muchos años en las piernas. Esto no es solo una estampa rural, es una forma más, entre otras plausibles, que ayuda a entender qué cuerpos son considerados prescindibles, qué vidas son precarias –en el sentido más político del término, como diría Judith Butler– y qué territorios han quedado sistemáticamente fuera, o con una presencia que sonroja, de los presupuestos y del cuidado institucional, pero también de la ciudadanía.
El fuego arrastra no solo árboles, sino también memorias, modos de vida, y un sentido profundo de pertenencia a la tierra. Porque quienes resisten en los pueblos no son un residuo del pasado, sino el último hilo de arraigo con un territorio que no figura de igual manera en las agendas de las comunidades autónomas. Sus cuerpos, que resisten cuando todo arde, son con su sola presencia cuerpos aliados en una lucha profundamente política. Son las vidas que “no cuentan como vida en absoluto dentro de los marcos dominantes”, como señala Butler, pero que sin embargo luchan. Luchan no por heroicidad, sino por necesidad, porque exigen reconocimiento; porque no hay otro lugar al que ir, porque nadie más se queda; y porque los pocos que llegan están empezando a comprender a esa alteridad viva que es el bosque, la naturaleza.
No obstante, esta tragedia no es ni rural ni local: tiene raíces más hondas, en una relación con la naturaleza marcada por el afán de control, de domesticación, de gestión, heredado de la Ilustración, que la mostraba como algo pasivo y mecánico. Es hora de cuestionar esa fantasía. La naturaleza no es un ente sumiso que podemos dominar a golpe de decreto, dron o cortafuegos.
Hay múltiples formas de habitar el mundo, y algunas, como la nuestra, no están funcionando. Anna Lowenhaupt Tsing distingue tres naturalezas: la naturaleza como recurso, como salvaje, y como alteridad viva. Tal vez sea hora de abandonar la primera y reaprender a relacionarnos con la tercera. La naturaleza como alteridad viva implica reconocer su presencia como radicalmente otra, con agencia, con tiempos propios, con modos de relación que no se dejan reducir al control humano. Frente a esta naturaleza viva, el incendio no es solo un desastre natural: es también una respuesta. Un síntoma de una relación rota.
Tal vez sea hora de escuchar, más que de intervenir. De acompañar, más que de gestionar. De habitar el mundo no como dueños, sino como parte de él. Esto implica ir más allá de repensar las políticas forestales, demanda repensar nuestras nociones de cuidado, de vida, de comunidad. Timothy Morton lo ha formulado con claridad: mientras sigamos pensando en “la naturaleza” como algo externo, distante, estaremos condenadas a destruirla, y con ella, a nosotros y nosotras mismas.
Cuando todo arde, lo que realmente se quema es nuestra forma de estar en el mundo. Pero aún hay cuerpos que siguen defendiéndolo. Unos vulnerables, viejos, tercos, otros, también vulnerables, jóvenes, disidentes que se organizan frente al colapso climático, que hicieron suyas las calles cada viernes –Fridays for Future– o pusieron en peligro nuestro patrimonio material para poner el acento sobre el enorme patrimonio inmaterial perdido y en riesgo. Jóvenes que interrumpen nuestra normalidad para recordarnos que no hay planeta B. Son cuerpos distintos, pero no distantes, que creen que aún esto puede ser, hacerse, comunicarse de otra manera.