La vida es una larga lección de humildad. (James Matthew Barrie)

Así pues, como indicaba Nietzsche, la felicidad del hombre tiene por nombre “yo quiero”. Las profundas raíces del egoísmo inmovilizan los movimientos altruistas del ser humano, y hacen que dañemos a los demás al tener la incapacidad de imaginarlos. Actuamos ante el espejo de la vida contemplando, lejos del prójimo, tan solo nuestro propio reflejo. Comprender el ego es más difícil y más distante que la comprensión del cosmos. Conviene recordar que la mezquindad conlleva su propio infierno, en el que no existe la felicidad. El más leve dolor nos preocupa más que la destrucción de miles de seres. El único egoísmo aceptable es aquel que procura el bien de todos para sentirse uno mejor. Llamamos desarrollo al planteamiento competitivo del mundo. El hombre de este siglo sigue, como máxima y como doctrina, la dinámica de la competición, más a nivel individual que colectivamente. Vivimos entre procesos éticos, políticos, sociales y religiosos improvisados, que no auguran la forma y color de nuestro futuro horizonte. La divinización del mercado de consumo nos lleva a olvidar que la vida natural es tan vital para nuestra existencia como el pan y el agua. El altruismo, única religión verdadera, no logra vencer al egoísmo, que hoy se constituye en el único ateísmo. Estamos dando grandes pasos hacia la exaltación del dinero, hacia el aumento de la violencia y hacia la incomunicación. Se va degradando la naturaleza y el sentimiento competitivo no deja espacio para la lucha por el progreso del espíritu humano, único progreso que otorga sentido a nuestra existencia que, en nuestro tiempo, está perdiendo la belleza de su adjetivación valorativa y la necesaria capacidad de reflexión. El progreso incontrolado está esquilmando los recursos de nuestro planeta, convirtiendo a la naturaleza en su chivo expiatorio mediante una tecnología desbocada que produce, sin parar, todo tipo de objetos superfluos y fungibles que empujan el mecanismo del deterioro ecológico. La irresponsabilidad política nos está llevando, de un modo inexorable, hacia la degradación y destrucción de la naturaleza. La crisis energética que nos acucia puede tener dramáticas consecuencias, cerrando la puerta de salida hacia la esperanza. El consumismo alza sin escrúpulo sus copas, ignorando las heridas que se generan en la Tierra al no caminar sobre ella como el resto de los seres vivos. Destruir la naturaleza nos deshumaniza y aniquila. No pensar se ha convertido en una comodidad más. El exacerbado capitalismo disuelve la existencia humana en su red de relaciones comerciales. La imparable digitalización de la sociedad incrementa la explotación comercial, y constituye una nueva forma de dominación o de totalitarismo digital. La exaltada simbología de la comunicación total está coincidiendo con la vigilancia y la explotación, a la vez que incrementa la violencia machista en las redes, en las que son múltiples los peligros que acechan a los adolescentes. El big data pronostica nuestro pensamiento, a través del conocimiento de nuestras aficiones, profesión, preferencias, domicilio y cuestiones más personales. Todo tipo de datos son recopilados en la conducta del consumo, en este gran panóptico digital que transforma el mundo en unos grandes almacenes. El futuro humano se vuelve tan predecible como manipulable, a través de un sistema que controla a las personas como a títeres, utilizando para ello instrumentos psicológicos de enorme eficacia. Tanto el uso de internet como las conversaciones con los móviles en las calles nos muestran que la intimidad empieza a ocupar un reducido espacio en la vida humana que, por momentos, se va viendo despersonalizada. Lejos de ahondar en los problemas sociales, nos apartamos de sus complejidades y contradicciones, sin penetrar más allá de una superficie en la que dormitan la voluntad ética y la denuncia de una sociedad fría, irracional e injusta. Hemos entrado en un mundo marcado por la dureza, por el practicismo y por el frio realismo que nos distancia. Estados Unidos, China y Rusia se imponen como imperios dominantes en el orden mundial, sacudiendo el tablero de juego del planeta. Entre tanto desatino, Trump cierra su paraguas protector a Europa, y la OTAN se debilita. En este nuevo siglo, en el que utilizamos la palabra progresismo como un ansiolítico sin receta médica, tanto las democracias como los derechos humanos están retrocediendo, sin que nos demos cuenta exacta de la profundidad de los cambios que se están produciendo. La Unión Europea se queda desnuda ante sus propias limitaciones. Madrid vive una aquiescencia política preñada de culpa. La ignorancia del dolor de los ciudadanos transcurre entre el humo reciente de los incendios y el lamentable cúmulo de insultos que intercambian la izquierda oficial y la derecha eterna. Se propagan los políticos que gestionan patrias con mano de cortar el bacalao, hablando de pobres como dígitos y haciendo perder coherencia a la convivencia democrática. Todo lo han malversado a su manera. La sociedad camina por el costado del viento sin implicarse demasiado en lo comunitario; pero, a veces, es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad. Siempre se puede hacer algo cuando sabemos que no queda más remedio que hacerlo; los pequeños actos, en la vida práctica, son superiores a los grandes planes. La libertad es responsabilidad y fe colectiva. Cada acto responsable contribuye al avance de nuestras vidas. En tiempos confusos no debemos olvidar que todo lo que es contrario a la naturaleza es contrario a la razón, y entra en el mundo de lo absurdo. Hay que servir a la naturaleza para que ella nos sirva. El verdadero progreso social consiste en reducir nuestras necesidades y en estar abiertos a la convivencia de las ideas. Las posesiones nunca podrán crear la grandeza que le da a un ser el servicio y el carácter. A veces, la sabiduría consiste en entender el lenguaje de las flores y de las cosas mudas. Los bellos colores de las mariposas, que intentan mimetizarse con el paisaje, nos muestran que en la naturaleza todo es funcional; nada es gratuito. Para cambiar el mundo precisamos humildad, como antecámara de todas las perfecciones. Solo a través de ella podremos poner en marcha la polinización del humanismo. Todos somos voces de las mismas penurias. El amor, la modestia y la humildad deben guiar nuestra existencia.

Una vez más, en este verano, florecieron los frutales, ignorantes de la sangre y de la confusa sintaxis del hombre, pasando de la flor a la fruta, con el solfeo del sol en cada rama.