En la actualidad, pese al bochornoso descrédito del rey emérito, parece que la institución monárquica goza buena salud, aun siendo un anacronismo histórico, dado su carácter hereditario y vitalicio. También el IBEX 35 está bien asentado, por lo que, en la afueras del reino, son las necesidades de la mayoría ciudadana las que precisan de una mayor y decidida acción política. Sin embargo, en la Villa y Corte de los Milagros la eficacia de los partidos políticos parece disminuida por la extrema crispación y polarización social, por la debilidad discursiva de sus argumentarios y por el excesivo cientifismo sociológico con el que se plantean los programas electorales. Su excesivo pragmatismo diluye la ideología desde la que se deben proponer las soluciones a los problemas ciudadanos, ya sean las pensiones, los salarios, la sanidad, la educación o la vivienda. Y es obvio que las soluciones que formulan la derecha y la izquierda son distintas. La política se ha convertido en un asunto gerencial, donde la confrontación ideológica ha sido sustituida por debates de gestión y administración eficiente de recursos. Y lo más grave es que ni siquiera se atienen a los datos objetivos, sino que se utilizan discursos que se sustentan en datos falseados. Algunos partidos políticos, en la actualidad, tienden a ser asociaciones de intereses y de aspiraciones personales, donde existe el riesgo de que los militantes se pierdan en la sombra de la inactividad inadvertida y silenciosa que sostiene el aprestado andamio de los partidos. Hasta tal punto las formaciones políticas se han convertido en empresas que hoy es difícil saber ante qué reaccionan los reaccionarios, qué quieren conservar los conservadores, qué quieren liberar los liberales y qué quieren transformar los progresistas.
Otro problema de la política es la pretendida uniformidad que impera en las formaciones políticas, que viene determinada por los llamados argumentarios. No niego su utilidad, pues pueden ser cómodos y, en ocasiones, necesarios, pero no es bueno abusar de ellos, ya que tienden a homogeneizar la política con discursos encorsetados que desvirtúan la individualidad y su espontánea y emotiva creatividad, que prende en el electorado con mayor facilidad y fuerza. El progreso se lleva a cabo gracias a los individuos libres y críticos que ponen las verdades de la razón por encima de las fábulas o creencias dogmáticas de los grandes metarrelatos. Mayor aún es el problema cuando los tertulianos participan también de la misma politiquería, que no política, contribuyendo al rígido e inflexible enfrentamiento entre rivales, en encendidas disputas que demuestran que el ser humano no es un animal degenerado por la concordia. Las opiniones preconcebidas y el editorialismo, que juzga y sentencia, cercenan con su ortodoxia y con sus dogmas el libre albedrío y las brillantes herejías políticas, lo que da por finalizada la evolución creadora de la sociedad. O sea que asistimos al lamentable apagón de Siglo de las Luces, que es necesario reencender. Sin embargo, el escándalo alcanza su cenit cuando la política se convierte en el arte de eludir la responsabilidad y de echar la culpa de todas las calamidades al adversario político. Me refiero al arte delicado y sutil mediante el cual, cuando acontecen la catástrofes naturales, los políticos de más alta significación nunca se ven sorprendidos en su puesto de trabajo, pues para eso están los Ventorros, lugares bien equipados de todo lo necesario. Lo malo de eludir la responsabilidad es que pueden tener consecuencias electorales. De ahí que, mientras se disfruta lejos de la tragedia, hay que preparar los relatos que luego se esgrimirán en la reyerta de narraciones. Me refiero a esas ficciones llenas de excesos y bulos que se recrean para redimir al político de la pérdida de su virgo ético, atacar al adversario y de paso obtener el voto popular. Es preciso que la ciudadanía no se encadene a los resultados electorales, pues la defensa legítima de sus intereses no se agota con la elección del partido afín, sino que precisa de la permanente movilización social, mediante la cual pueda fiscalizar al gobierno, o apoyarlo si la situación lo exige. De igual manera, el pueblo no puede entretenerse en un toma y daca permanente, triste reflejo de la dos Españas, pues se sumiría en una perjudicial disgregación. Es necesaria la unidad de acción, que debe superar su habitual cainismo, mal tan enraizado como contraproducente. En fin, mientras el rey hace méritos para ganarse la corona, en los aledaños de la Zarzuela, esa capa social donde el dinero es un bien escaso no puede dejarse llevar por la inercia, pues ante la cínica, insensata e infame campaña de acoso y derribo con que las derechas se oponen al gobierno, es necesario que los progresistas se rearmen y movilicen.
El autor es médico-psiquiatra