Una crisis total no puede ser manejada sectorialmente, por partes, aisladamente, sino que requiere que todos los agentes se impliquen. Y aquí nos topamos con la gran dificultad. Nuestro entramado institucional no está preparado para hacer frente a la situación.
En la modernidad se produjo un largo proceso que los sociólogos han denominado de diferenciación y en virtud del cual los sistemas sociales (la ciencia, la economía, la salud, el derecho, la política…) se rigen de acuerdo con una lógica propia y dejan de estar subordinados a otro. Esta diferenciación es la causa de muchos de nuestros progresos (un arte sin censura moral, una política no sometida a la religión, una ciencia sin directrices políticas...), pero también la razón de que nos esté resultando tan difícil la visión de conjunto, la coordinación entre diversos actores o la consideración de las externalidades negativas que cada uno de esos sistemas produce (una economía que contamina, una política oportunista, una ciencia que se especializa tanto que olvida las grandes preguntas y no atiende a las prioridades sociales). Todos esos sistemas parecen incapaces de moderar el desequilibrio que su crecimiento ilimitado produce en otros o en el conjunto de las interdependencias. La sociedad moderna no quiere renunciar a la autonomía de sus partes, pero es incapaz de orquestar esas partes de modo que la totalidad no se vea amenazada.
Para la identificación y resolución de crisis generales, no particulares, el primer problema es la ceguera que cada uno de estos sistemas tiene para hacerse cargo de cómo son percibidas las crisis desde los otros sistemas, que pierdan de vista el todo, las interdependencias sistémicas. Los costes de esa ceguera son demasiado altos cuando se trata de crisis como las que estamos viviendo. Desde el punto de vista práctico, faltan mecanismos que concierten la pluralidad, que velen por la unidad en la diferencia. La política debería ser la instancia en la que se articulen las distintas descripciones de los problemas (las que hacen la ciencia, la economía, la moral…) y donde se construya una responsabilidad en relación con la totalidad social, de eso que se ha llamado bien común. La política tenía asignada esa función, pero hoy parece incapaz de proporcionar mecanismos integradores orquestando la interdependencia de las partes o convirtiéndose en la especialista de la totalidad.
Donde mejor se comprueba esta dificultad es en el caso de una crisis ecológica que no se limita a ningún espacio particular y que constituye el paradigma más ilustrativo de una crisis global. ¿A qué se debe el que pasemos de una cumbre a otra con una implementación tan deficitaria de sus objetivos? Mi explicación de este fracaso es que no terminamos de entender su carácter sistémico. Una sociedad no es un conjunto de individuos autosuficientes o Estados soberanos, sino una lógica, unas dinámicas y una trama general. Lo primero que hay que comprender es cómo funciona la sociedad, si hay que cambiarla y cómo, a qué lógica evolutiva obedece, de qué modo se relacionan sus elementos y la totalidad. Mientras sigamos pensando la sociedad como un montón de individuos y tratando de explicar sus comportamientos como una simple agregación, no conseguiremos hacernos cargo de la complejidad que caracteriza a la sociedad contemporánea. Si concebimos la crisis climática como el resultado de acciones individuales, perdemos de vista la lógica sistémica que guía esas acciones. Hacer frente a una crisis como la climática requiere entender e incidir en las condiciones generales que la hacen posible, en aquello que hace de ella una crisis total.
Un ejemplo de hasta qué punto esta complejidad de nuestras sociedades y sus crisis no ha sido bien entendida es el tratamiento de la crisis ecológica con medidas económicas como el mercado de emisiones, es decir, un mecanismo que busca fomentar la reducción de la contaminación mediante incentivos económicos. Sus efectos, más bien limitados, tienen que ver con el hecho de que las medidas para afrontar el cambio climático son procesadas como una cuestión de precios, que es como el sistema económico observa la crisis climática. Se intenta resolver una crisis general con una solución particular. No deja de ser problemático un procedimiento que permite a los más ricos pagar para contaminar. Se convierte así una cuestión política general en una cuestión particular, se calcula sobre una dimensión incalculable; se intenta poner un remedio económico a un problema que no es particular sino total. Acotar, circunscribir, simplificar, reducir son estrategias abocadas al fracaso para acometer las crisis totales.
La nueva normalidad de las democracias es el fracaso a la hora de acometer las grandes transformaciones que exigen las nuevas crisis globales. Las organizaciones necesitan visión sistémica, procedimientos de aprendizaje rápido y análisis estratégico para anticiparse a los distintos escenarios de riesgos futuros. Cuando hay intereses contrapuestos y lógicas diversas en juego se requiere una capacidad para intervenir de manera que esa disparidad no produzca daños sistémicos. El sociólogo Helmut Willke proponía un imperativo muy exigente: “decide de tal modo que la siguiente crisis sea manejable”. Ya que no somos muy capaces de abordar las dimensiones profundas de las crisis (las que tienen que ver con su carácter sistémico), que nuestras intervenciones limitadas al menos no hagan imposible su gestión en el futuro.
El autor es catedrático de Filosofía Política (Ikerbasque / Instituto Europeo de Florencia), acaba de publicar en Galaxia-Gutenberg el libro ‘Una teoría crítica de la inteligencia artificial’, Premio Eugenio Trías de Ensayo