¿Sabía usted que existe una disposición legal sobre el presidente de un país que puede quedar vacante por “incapacidad permanente, moral o física de la persona que gobierna”? Me refiero a la Constitución del Perú, y más concretamente a lo que establece su artículo 113.2. Resulta asombroso encontrar una legislación que recoge la incapacidad moral permanente como causa de remoción de la presidencia del Estado. Qué habrá llevado a los legisladores de este país andino para recoger esta circunstancia, nada menos que en el texto constitucional peruano.
Es una bella disposición, sin duda, ya que presupone a los problemas políticos, sociales o económicos como problemas morales. Lo cierto es que resulta un artículo totalmente abierto a interpretaciones subjetivas, pues el término ¡no está definido en dicha constitución! Si Maquiavelo estuviera entre nosotros, probablemente estaría de acuerdo teniendo en cuenta su prédica sobre las apariencias para obtener lo contrario de lo que se dice pretender.
En la actual política peruana, José Jerí ha llegado al cargo de presidente al ser destituida la presidenta Dina Boluarte al amparo del comentado artículo 113 de la Constitución. ¿Y qué hay de la capacidad moral del nuevo presidente? Consta en su haber una denuncia por violación entre otras presuntas inmoralidades, a lo que hay que sumar el dato de que siete son los presidentes peruanos electos desde mediados de 2016.
La corrupción no se castiga en las urnas porque no se trata como un hecho objetivo; ni en el Perú ni más cerca de nosotros. La razón es dura de aceptar: es mala cuando “los otros” delinquen apropiándose de lo público, pero cuando los corruptos son “los míos”, aflora una especie de derecho inmoral que justifica la corruptela como un hecho menor y aislado cometido por una “manzana podrida”, todo ello argumentado bajo el envoltorio de la hipocresía y el cinismo.
Algo de esto ha ocurrido en torno a la gestión valenciana de la dana, sobre todo por la actitud mantenida por Mazón –y Feijóo– durante este largo año, como si la introspección moral no les afectara. En el fondo, la corrupción no sanciona políticamente: incluso moviliza. Esto es lo que no contempla el referido artículo 113, tan sublime en su redacción como peligroso en su aplicación. Recordemos a Francisco Franco y la utilización que hizo de la moralidad a todos los niveles, hasta ocultar tras ella a la más perversa amoralidad durante todo el tiempo que se mantuvo en el poder.
En política sobra la hipocresía y el cinismo, los dos imanes con los que un gobernante mendaz consigue movilizar adeptos legalmente. Cierto es que todo el mundo se manifiesta en contra de la corrupción e incluso concita movilizaciones de protesta, pero las encuestas reflejan una cierta tolerancia que se visibiliza cuando no se da correlación sancionadora vía votos. Trump y Milei son ejemplos incontestables de propalar la inmoralidad política para ganar. Y ganan. Abascal va en esa dirección con la ayuda del Partido Popular para imponer sus tesis.
No hay que perder de vista que el problema de fondo está en la moralina de los populistas –el bien contra el mal–, mientras que la política democrática es, por definición, pluralista y sujeta a controles. Los grandes desafíos se afrontan con éxito en clave de colaboración, no desde enfrentamiento maniqueísta como la razón de ser política.
El peligro que subyace al final de todo esto es llegar a la siguiente conclusión: que los beneficios que una persona recibe del Estado no se consideran sus derechos como ciudadano, sino como la dádiva de un partido político. Cuidado con la tendencia cada vez menos disimulada de evitar la crítica política y la rendición de cuentas parlamentarias y, en su caso, judiciales: dos premisas básicas de los sistemas democráticos cuando los impuestos merman y los servicios también.
Por eso mismo va siendo hora de que el Poder Judicial acepte la crítica constructiva de algunas instrucciones judiciales manifiestamente mejorables (ejem), sobre todo con políticos de por medio. Y es hora de conocer las consecuencias sancionadoras a sus jueces y magistrados por sus incapacidades e injusticias (ya que no existe aquí un artículo 113.2 como en el Perú) que el Consejo General del Poder Judicial guarda celosamente a la opinión pública. Que los de la judicatura no son más que los políticos.