En una sociedad que corre sin aliento hacia un futuro cada vez más incierto, detenernos a pensar en la figura del maestro y la maestra es casi un acto contracultural. Vivimos rodeados de discursos que prometen lo ilimitado, la aceleración constante, la inmediatez como único criterio de valor. Pero mientras el mundo se mueve con sobresaltos, hay espacios que resisten. Uno de ellos –quizá de los pocos que quedan– es la escuela. Y quienes la sostienen cada día son los y las docentes.
Celebrar el Día del Maestro y la Maestra no es repetir un gesto simbólico: es recordar que educar implica cuidar lo más frágil y lo más decisivo de nuestra sociedad. La labor docente nunca ha sido solo transmitir conocimientos. Acompañar a mirar el mundo, valorar a cada estudiante como único, generar un clima de respeto y escucha… son tareas silenciosas que rara vez aparecen en los informes, pero que determinan la vida de cientos de personas a lo largo de los años.
A menudo recordamos a ciertos docentes durante décadas. No por una fórmula matemática, un análisis sintáctico o una lista de fechas históricas, sino porque en algún momento nos dedicaron una mirada que confiaba en nosotros, o una palabra que llegó en el instante oportuno. Ese tipo de encuentros no tienen precio ni métricas. Y, sin embargo, construyen biografías.
El aula es, o debería ser, un lugar donde se aprende a prestar atención: a las cosas que importan, a los demás, a uno mismo. En un mundo saturado de estímulos y superficialidad, educar consiste en despertar la curiosidad, enseñar a detenerse, a mirar con profundidad. La buena educación no impone intereses, sino que conduce hasta esa frontera donde la realidad empieza a hablar por sí misma. Allí donde una idea, una melodía, una obra de arte, una actividad física o un texto empiezan a calar de verdad.
Pero nada de esto es posible sin un clima de respeto. La violencia –en sus formas visibles, pero sobre todo en las formas pequeñas e invisibles– nace casi siempre de la indiferencia. Y la escuela solo cumple su función cuando es justamente lo contrario: un espacio donde uno se sabe tenido en cuenta. No se trata de exigir afectos ni de imitar una fraternidad familiar, sino de asegurar una convivencia basada en el cuidado, la igualdad y la generosidad. En estos tiempos, eso ya es mucho; quizá sea todo.
El papel del maestro y la maestra, sin embargo, se desarrolla en medio de un contexto complicado. Ratios elevadas, diversidad creciente, burocracia, presión emocional… Los docentes están sometidos a tensiones que a menudo no se ven desde fuera. Las discusiones sobre currículos o evaluaciones, necesarias en parte, suelen tapar una cuestión de fondo: la educación atraviesa una crisis de sentido. Y sin un horizonte claro, es difícil sostener la vocación que requiere este oficio.
Por eso, más que nunca, habría que cuidar a quienes cuidan. Las instituciones educativas suelen orientar sus esfuerzos hacia la innovación, la digitalización o la gestión. Pero ninguna reforma será efectiva si no se protege aquello que da alma al sistema: los buenos y buenas docentes. Necesitan tiempo, apoyo, reconocimiento y, sobre todo, confianza. La confianza es, quizá, el recurso más escaso en la escuela contemporánea.
También merece ser subrayado algo que damos demasiado por sentado: el privilegio que supone poder ir a clase y volver a casa. La calidez del hogar y la estabilidad escolar son condiciones esenciales para cualquier infancia digna. Allí donde fallan, aparece la intemperie. Allí donde se garantizan, brota la posibilidad de crecer.
La efeméride del Día del Maestro y la Maestra es un recordatorio que enseñar es un trabajo, sí, pero también una forma de estar en el mundo. Quien educa bien no solo transmite contenidos: genera las condiciones para que otros encuentren su camino. Actuar con claridad en un tiempo confuso, con calma en un entorno acelerado, con humanidad en espacios que a veces se vuelven fríos no es precisamente tarea sencilla.
No todos los docentes pueden cambiar el mundo. Pero cada maestro que escucha, cada profesora que acompaña con rigor y empatía, cada aula donde se respira paz y atención… es una pequeña grieta de luz en un momento histórico que necesita urgentemente lugares así.
Por eso, celebrar a los maestros y las maestras es celebrar una forma silenciosa de esperanza, una esperanza que no hace ruido, pero que transforma vidas. Y que, en realidad, sostiene más de lo que imaginamos.
El autor es director de las Ikastolas de Navarra