Cada diciembre España se paraliza ante un ritual colectivo que parece tan inocente como entrañable, la lotería de Navidad. Las colas en las administraciones, los décimos compartidos en el trabajo, la emoción del sorteo y ese sonido metálico de los niños de San Ildefonso forman parte de nuestra identidad cultural. “¿Y si toca?” se convierte en un lema nacional. Pero detrás de esta tradición tan arraigada se esconde una realidad menos amable. La lotería es también un juego de azar, y, como tal, entraña riesgos que, a menudo, preferimos ignorar.

Porque, no nos engañemos, el éxito de la lotería de Navidad no se explica sólo por su carácter simbólico, sino por un mecanismo muy simple y muy humano: la esperanza de un golpe de suerte que nos cambie la vida. Un mecanismo que las loterías públicas conocen bien y explotan de forma impecable. El marketing institucional nos invita a creer que la participación es casi una obligación emocional. “Compartir” no es solo una palabra, es la base de su estrategia.

Sin embargo, lo que rara vez se menciona es que este empujón emocional –que funciona tan bien cuando se trata de vender ilusión– también puede activar comportamientos problemáticos. Las personas vulnerables a las adicciones comportamentales son especialmente sensibles a estas dinámicas. Para quienes ya tienen dificultades con el control del juego, la lotería de Navidad puede convertirse en un detonante: compras compulsivas de décimos, endeudamiento, deterioro de relaciones familiares o, simplemente, la activación de un patrón de juego que luego continúa durante el resto del año con otros productos mucho más agresivos, como apuestas deportivas o juegos online.

Desde organizaciones como Aralar, que trabajamos en Navarra con personas afectadas por el juego patológico, constatamos cada año que diciembre es un mes donde se incrementan las consultas y las demandas de apoyo. Muchas personas que llevaban meses estabilizadas se ven arrastradas por la presión social y la omnipresencia del sorteo. Lo que para la mayoría es un gesto simbólico, para otras se convierte en un recordatorio doloroso de una lucha constante.

La paradoja es evidente. Mientras se despliegan campañas institucionales para prevenir el juego patológico, la mayor operación comercial de juego del país se presenta como un ejercicio de convivencia, solidaridad y alegría. Pero el dinero público que se destina a la prevención palidece frente al que se recauda gracias a esta tradición.

No se trata de demonizar la lotería de Navidad. La mayoría de la población participa de forma moderada y sin riesgo. Pero sí conviene recordar que la normalización absoluta del juego actúa como cortina de humo, diluye sus riesgos, reduce nuestra percepción del daño y dificulta que quienes ya tienen un problema puedan reconocerlo sin sentir culpa o vergüenza.

Quizás ha llegado el momento de promover una conversación más honesta. Una tradición puede celebrarse sin caer en la ingenuidad. La ilusión puede coexistir con la responsabilidad. Y el Estado, si quiere ser coherente, debe reforzar no solo las campañas de prevención, sino también el discurso público. Porque no todo vale cuando hablamos de juego y salud.

La Navidad es tiempo de compartir, sí. Pero también es un buen momento para recordar que la suerte no puede sustituir a las políticas sociales, que la esperanza no debería venderse con intereses y que, detrás de cada décimo premiado, hay millones que no lo serán. Y eso también importa.

Coordinadora de la Asociación Aralar de Ayuda y Prevención de la Ludopatía en Navarra