Hace más de treinta años que el Ayatolá Jomeini le echó una fatwa al escritor anglo-indio-norteamericano Salman Rushdie condenándole a muerte, sin remisión posible, por la publicación de su novela Los versos satánicos (1988), una novela de trama enrevesada con Mahoma rodeado de arcángeles, demonios y profetas varios en danza chusca y fantasiosa. Si no recuerdo mal. No me interesó mucho cuando la leí, hace como treinta años, y no voy a repetir. Lo consideraron blasfemo y ese fue el motivo de que fueran asesinadas varias personas relacionadas con la edición.

A partir de entonces Rushdie llevó una vida de prisionero de su propia seguridad, sabiéndose acechado y amenazado, como lo eran otros, aunque con mejor fortuna.

Hace dos días, a Rushdie le dieron caza en el país donde por muchas armas que haya, el terrorismo de origen islámico puede golpear donde y cuando quiera. La OTAN no es, como dicen, una barrera contra el terrorismo. Mentira. Ese fundamentalismo criminal es un cáncer que se extiende en la sombra de manera imparable. Si lo señalas eres islamófobo... en general lo eres si tragas con todas las ruedas de molino relacionadas con el integrismo islámico.

El precio personal que ha pagado Salman Rushdie por su novela es muy alto. Y hasta me parece secundario que suscite el debate de si hay o no límites a la libertad de expresión o del creador. ¡Contaré tales cosas que vendrán de todas partes para matarme!, bramaba Céline, antes de darse cuenta de que, en uso de la libertad de expresión de su antisemitismo grosero (en la línea de multitud de sus compatriotas en la época), podía recibir el regalo de una condena a muerte... Tuvo tiempo de reflexionar sobre ese asunto en la cárcel danesa donde estuvo recluido.

Je suis Shalman Rhusdie? En teoría sí, en la práctica lo dudo. La inmensa mayoría de la cayetanez española que salió a la calle con el Je suis Charlie desconocía de manera palmaria la revista y el vitriolo de sus redactores. El horror del crimen les espantó, pero me temo que no defendían la libertad de expresión porque no la defienden en su propio pellejo, ni ahora ni nunca. Sus creencias son sagradas. Hagan la prueba. Mientras haya un artículo 525 del Código Penal, hay peligro de condena, por mucho que los jueces archiven casi siempre las denuncias en él basadas, por aburrimiento y un sentido común que debería estar más extendido. Ahí están los abogados cristianos para querellarse a diestro y siniestro.

En el caso de Charlie Hebdo los alegres cayetanos habrían pedido la cabeza de todos y cada uno de los miembros del equipo que desde hace muchos años atacaban sus más precisos intereses, sus creencias intocables, sus dogmas de fe, su policía, sus militares, sus dineros y sus mandangas. Hay más gente que se encoge de hombros con lo de Rushdie, que la que se indigna y preocupa por el fondo del asunto, tanto por su drama humano, de escritor y de particular, como por la amenaza genérica de futuro que supone esa fatwa por blasfemia. Es una cuestión no de razón, sino de fanatismo y de fuerza. El pacto de convivencia está excluido... olvidada aquella melonada de la alianza de civilizaciones en la que ya no cree nadie. El derecho al insulto, con su intención de injuriar (animus jodiendi digamos) equivale en la práctica al derecho a ejercer violencia, algo en lo que no sé si repara quien lo defiende, algo por completo subjetivo; pero el derecho a ser insultado es cosa de idiotas.

Como digo, el atentado contra Rushdie vuelve a poner de actualidad la libertad de expresión y sus limites. El defensor a ultranza de la libertad de expresión en toda circunstancia dudo mucho que se atreva ahora a hacer caricaturas de Mahoma disfrazado de perro y dudo todavía más que encuentre un editor que se las publique. Esas son hoy las reglas del juego, por mucho que bramemos guapetonadas o hagamos oídos sordos a ese poder en plena expansión que es el islamismo y su teocracia. Cualquier crítica o disidencia está excluida, algo que me recuerda al viejo meterse con lo más sagrado, mordaza de canalladas y abusos. Libertad de expresión, sí, total, no hay quien no firme. Eso sí, más para unos que otros (dice la magistratura). ¿Y llegado el caso quién me defiende del ofendido que actúa al margen del sistema legal? Nadie. Nada.