e siempre he sentido simpatía por los futbolistas que parecen actuar lejos del foco de la cámara y ocultos a los ojos de los comentaristas. Me vienen a la memoria, a bote pronto, gentes como Martín González, Moha, Astudillo, Javier Flaño o más tiempo atrás Bayona o Julio Santamaría. Les llaman futbolistas de equipo porque su trabajo queda diluido entre esa nube de piernas que persiguen el balón, no son protagonistas estelares en los triunfos y están en el grupo de los señalados en las derrotas. Su aportación, por lo general, la valoran con fidelidad el entrenador y los compañeros; uno porque aprecia la aportación táctica y estratégica; los otros, porque perciben que en el reparto de esfuerzos siempre reclaman la parte más gruesa sin torcer el gesto ni levantar los brazos. La notoriedad de esos tipos suele tener más calado de puertas adentro que de cara al exterior. La afición de Osasuna, por el perfil tradicional de su equipo, percibe y aprecia las cualidades de esos especialistas. “Es uno de los nuestros”, comentan de boca a oreja. Es lo que está pasando, y lo que corrió ayer noche por los comentarios, con Kike García.

No ha costado 8 millones de euros (bien pagados por Budimir), llegó sin desembolso previo y en este caso debemos aplaudir la decisión de Braulio Vázquez de incorporarlo a la plantilla. Lo primero que hay que decir de Kike es que es como lo vimos en el Eibar: trabajador incansable en la presión, de cemento armado en la disputa de espaldas a la portería, clarividente en el desmarque y en las descargas, ambicioso cuando intuye el remate y valiente en el cuerpo a cuerpo. Sin parecer un virtuoso en el manejo de la pelota en espacios reducidos, ayer dejó un par de detalles de control y salida acosado por sus marcadores. Tampoco es un tronquito, criterio que rebatió con algún gol de bandera en el Eibar con el que acalló, en público, las bromas que le debían gastar sus propios compañeros.

El partido de ayer en Mendizorroza es un compendio de todas las virtudes de un futbolista que ha hecho el recorrido desde la Segunda B y que aplica esa percepción más global del fútbol a su profesión. Porque Kike García da la impresión de que no va al partido a jugar sino a trabajar, no a disfrutar sino a sufrir. Así fue su relación durante toda la noche con los centrales del Alavés; Laguardia quiso contenerle a base de golpes (el árbitro pudo mostrarle la segunda amarilla al capitán alavesista en el minuto 26 por un manotazo en la cara) pero lejos de amilanarle, el sopapo le enrabietó. Ni un 0-2 que parecía inalcanzable para el Alavés le contuvo en la brega; ese ir una y otra vez contra los defensas le granjeó otra patada alevosa de Ximo Navarro, más por impotencia que por necesidad de frenar la jugada.

Al delantero le faltó el gol para salir hoy en los titulares y en los resúmenes de televisión, para hacerse visible y huir del tópico habitual que habla del trabajo oscuro de estos futbolistas. “Oscuro para el que no lo vea”, resolvió ayer el propio Arrasate a preguntas de los periodistas. En realidad Kike García responde a la figura de un futbolista galáctico: esta cerca de las estrellas pero su brillo solo se aprecia en todo su esplendor a través del telescopio. Ayer era visible en el cielo de Vitoria.