Sobrevivir entre chatarra
Asán y Mustafela son una de los cuatro familias rumanas que viven en los barracones que ellos mismos han levantado en Santa María la RealVendían basura en Bucarest, ahora en Pamplona. Quieren trabajar
pamplona - Cae el mercurio hasta cuatro grados bajo cero cualquier noche de esta semana de febrero. Un bidón oxidado y troquelado como estufa de leña soporta las crudas temperaturas en el interior de un habitáculo de apenas tres metros cuadrados convertido en habitación. La madera, como las alfombras, los colchones, el hornillo de gas, la uralita de las cubiertas, los tablones de madera y todos los elementos que cuelgan de las seis chabolas de este improvisado campamento humano se reciclaron de la basura. De la montaña de chatarra que se amontona a la entrada del asentamiento se filtra el material que se vende y el que se aprovecha para malvivir. Baterías, microondas, antenas, pantalones, zapatos, sillas, collares, utensilios de cocina...
Entre chapas y planchas de madera los colores de las puertas con manillas desiguales se repiten en serie para separar los diferentes compartimentos anexos queriendo mostrar detrás algo más que miseria. Dos habitaciones cuentan con estufas de gas. No hay luz, las velas alumbran la cena y las sombras que le rodean bajo las ondas de un transistor.
No son los campamentos de refugiados sirios en Afganistán, Turquía o Jordania. Son chabolas que apenas llevan unos meses en el barrio de Santa María la Real de Pamplona, hojalatas residenciales que la ciudad no conocía desde hace años. La fachada trasera de las pistas de paddel y de la piscina olímpica del Club Tenis, junto a la pared de piedra del viejo frontón, protegen de las ráfagas de viento el improvisado campamento.
El arbolado y maleza que bordea esta parcela sin edificar (mayoritariamente propiedad del club deportivo y un 10% del Ayuntamiento de Pamplona) dejan lo suficientemente oculto el asentamiento para los vecinos de la calle Mutilva Baja y del resto del barrio.
Un montículo de grava recuerda que a escasos metros de distancia quedan todavía parcelas por construir en la urbanización más selecta de la ciudad, Lezkairu. Agudizando el contraste con las paupérrimas casetas desafían en altura y diseño los edificios de diez plantas recién inaugurados muy próximos a la avenida Juan Pablo II.
Las telas que recubren los colchones apilados en las paredes, alfombras que apenas dejan resquicios a un suelo de tablones o tierra, cristales incrustados en los listones de madera cortados a modo de ventanas, la elección de colores de cojines y sobrecamas o incluso un pequeño espejo dan la idea de un espacio interior, pese a todo, acogedor. Tres habitaciones con dos camas cada una, una cocina, la zona de estar, un pequeño aseo y un almacén se distribuyen en seis barracones habilitados para cuatro familias (cuatro mujeres y cuatro hombres). Alfombras de gran tamaño estilo persa dibujan por otro lado el sendero que comunica en cuestión de segundos este gueto humano con las viviendas de la calle Mutilva.
La familia de Asan Herrero apenas saca 200 euros al mes de la chatarra. Muchos objetos se venden a empresas o a vendedores marroquíes, admiten. Es lo que siempre ha hecho. Desde que vino de Rumanía hace ahora diez meses ha vivido de la venta de los desechos de los que tienen. Asan, de 37 años y ascendencia “turco-rumana, y su mujer Mustafela Elena, de 40, saben lo que es dormir en una “barraca”. Entre una y otra el matrimonio han recorrido los más de tres mil kilómetros que separan Bucarest y Pamplona, una semana en un viaje montados en un camión. “Si en Rumanía no tienes un trabajo y vivienda, sólo te queda vivir de la basura. Es mucho peor”, exponen.
Su hijo Nicu, de 18 años, llegó hace cinco meses con su primo Florino y la mujer de éste. Quiere estudiar y poder trabajar en lo que más le gusta, como conductor de vehículos. Asegura que carece de documentos porque los extravió. Su padre está deseando que haga algo.
La pareja tiene otra hija de diez años que estudia en Rumanía y a la que atiende la madre de Asan pero que ahora se encuentra enferma en el hospital. Mustafela, una mujer que ha visto partida a su familia como cualquiera de los refugiados que llegan a Europa sólo que ella viene del noveno país más grande de la Unión Europea, huye de la conversación y de las miradas de los periodistas. Ella desconoce por completo el idioma. Se le nota incómoda y, en medio de la miseria que le acompaña, sus ojos no parecen habituados del todo al sufrimiento. Prefiere preparar la comida en un hornillo de gas, un poco de pollo y algo de pasta. El agua llega de botellas de la fuente. Se apaña con todo y no se queja.
“Quiero trabajar pero no me dan papeles”, admite Asan mientras muestra su documento nacional de identidad de Rumanía, un cartón de gran tamaño.
“La policía ha venido por aquí, quieren limpiar la zona. Un día se nos quemó un foco y vinieron los bomberos. Nada más de problema... No tenemos otro sitio a dónde ir. Otro día pusieron a Nicu una denuncia por jugar al fútbol. Ningún otro problema”, asevera con serias dificultades para expresarse en otro idioma. “Aquí nos respetan, no tenemos problemas. Sólo queremos vivir tranquilos. No queremos molestar No queremos volver a Rumanía, queremos vivir en España”, reiteran. “A mí, si me dicen que tengo que trabajar de la basura para poder ganar algo de dinero yo no tengo problema, donde no quieran los españoles yo trabajar”, confiesa Asán.
Dicen conocer las mafias que hay en la ciudad, las españolas, las rumanas y las de etnia gitana, subraya. No en vano la calle lo enseña todo y es donde al final conviven, “pero no tenemos relación con ellos, nosotros sólo queremos trabajar”.
No han pedido dinero a ningún organismo oficial ni religioso, ni se lo plantean, porque se apañan, dicen, de chatarreros. Florino, de 22 años, maneja con destreza los componentes electrónicos de uno de los aparatos antes de su despiece. Dejó cuatro hijos en Rumanía que, a su vez, tienen otros cuatro primos de su hermana, de 21, también alojada en este barracón. Florino sonríe y confía en poder ganar dinero para mandarlo a su país. “Echan mucha basura en esta ciudad, sobran muchas cosas”, apura irónico. Ayer decidieron limpiar el vertedero de residuos que se amontonaba en el campamento y en el perímetro más cercano. “Ahora necesitamos un carro para sacarlo todo de aquí. No problemas”. Será que les han avisado de la existencia un informe municipal que evidencia las deficientes condiciones de salubridad e higiene que presenta el lugar. De hecho, los vecinos de Santa María la Real, en la reunión con los concejales de barrio del jueves en el civivox Milagrosa, denunciaron además la aparición de ratas en la zona. Las denuncias de los vecinos y del Tenis (posee el 90% y el Ayuntamiento, el 10% restante) llegaron en septiembre al área de Seguridad Ciudadana, que requirió un informe sobre las condiciones del lugar. Sea cual sea la solución parece evidente que esta situación no se puede perpetuar si queremos garantizar una vida digna a todas las personas que han llegado a nuestra ciudad.
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