El debate entre seguridad e intimidad –aunque sea en el espacio público– no es nuevo. Lo han tenido todas las sociedades avanzadas que se han cuestionado si de verdad merece la pena llenar las calles de cámaras. La diferencia con otros lugares –como el mundo anglosajón en los 90– es que aquí “ese debate no está asentado en la opinión pública”.

Es lo que apunta la profesora Lohitzune Zuloaga Lojo, del Departamento de Sociología de la UPNA, que ha investigado sobre seguridad ciudadana. Zuloaga considera que la instalación de cámaras suele ser algo así como el conejo de la chistera de los políticos: “Anunciar estas medidas permite a los municipios presentarse como líderes en la adopción de medidas para controlar la criminalidad, parece que aporta buena imagen tomar la iniciativa con soluciones aparentemente inmediatas y tecnológicas, porque parece que la tecnología lo puede arreglar todo”.

Pero la realidad es que la criminalidad tiene causas más complejas. “Pensar que la forma de conseguir más seguridad es a costa de perder libertad es una falacia, porque mayor vigilancia no trae menor delincuencia. Otra cosa es que a determinados grupos sociales tener una cámara cerca les aporte seguridad”. Zuloaga recuerda que las cámaras “suelen ayudar a resolver delitos, pero no a prevenirlos” y que acostumbran a acarrear el “efecto desplazamiento”: “Si se pretende controlar la Vuelta del Castillo, las personas que cometen los delitos se desplazarán a otras zonas sin cámaras”.

Por eso, recomienda que se abra un proceso deliberativo “sobre en qué invertir el presupuesto destinado a seguridad” que las autoridades “tendrían que estar dispuestas a afrontar”.