Una familia tafallesa
Carlos Sota nació en Tafalla el 4 de noviembre de 1923, hijo de un mozo de Lerga, Vitoriano Sota, y de la tafallesa Gumer Garayoa. El matrimonio tuvo un total de ocho hijos, llamados Felipe, Julio, Josefina, Joaquín, el propio Carlos, Julián, Tomás y Carmen, de los cuales no todos llegaron a la edad adulta, como luego veremos. Y fueron sus hermanos los que le pusieron el mote de Chiquilín, puesto que con su pelo rubio y rizado se parecía mucho al crío que salía en los anuncios antiguos de las galletas homónimas. Con el paso de los años Carlos conoció en la propia Tafalla a María Josefa Fernández Maruja, con la que se casaría en 1946, y con la que tendría a sus tres hijas, Angelines, María Eugenia y María Asun. Es con la pequeña de ellas con la que nos hemos citado, y acude sonriente, cargada de recuerdos y con una carpeta llena de fotografías y recortes de prensa.
Panadero y futbolero
Según cuenta María Asun, Chiquilín se puso a trabajar a los 8 años en la panadería de una tía suya, aprendiendo el oficio que había de desempeñar toda su vida. En el año 1947 y cuando cuenta 24 años, no obstante, la panadería cerró y él se marchó a trabajar a Barcelona, donde estuvo diez años. Y allí se aficionó mucho al fútbol, que ya había practicado en la Peña Sport como jugador y como utillero. Eran años en los que Osasuna trasegaba en Segunda o en Tercera División, y por llevar la contra a sus amigos catalanes se hizo seguidor del único equipo de la tierra que entonces era capaz de hacer frente a los grandes, el Athletic de Bilbao, argumentando que “tenía todos los jugadores de casa”. Siempre conservó ese sentimiento athleticzale, acudió muchas veces a San Mamés y, con el corazón partido, evitaba ver los contadísimos partidos en los que entonces se enfrentaban a Osasuna. Con su retorno a Pamplona, sin embargo, su amor por el club rojillo se disparó hasta alcanzar cotas estratosféricas, sobre todo a partir de que, tras aquellos años mágicos de Pepe Alzate y los Echeverría, Iriguíbel y Martín, llegara la edad de oro de Osasuna. Y fue en aquellos tiempos gloriosos, ganando al Barça de Maradona o al Madrid de Juanito, en los que quien esto escribe pudo ver a Chiquilín en plena acción.
Todo un espectáculo
Una actuación de Chiquilín podía comenzar con su impetuosa llegada a alguna de las zonas bajas del Sadar, especialmente Graderío Sur o Preferencia. De pronto, guiado por una extraña determinación, se quitaba la chaqueta, se remangaba la camisa y, con movimientos ágiles, trepaba por la valla del estadio. Una vez encaramado se sujetaba con un brazo, mientras que estiraba el otro brazo hacia la gente, con el puño amenazadoramente cerrado, y entonaba su primer “¡Osasuuuunaaa...!” Era frecuente que en el primero de sus gritos no consiguiera la respuesta deseada, y entonces reprendía a los seguidores de la zona, ponía caras de aburrimiento o hacía muecas que imitaban un bostezo, no siendo raro que señalara directamente a los que no le habían secundado. Y entonces volvía a comenzar, gritando tres veces “¡Osasuuuuunaaa...!”, al que la gente respondía otras tantas veces “¡Bien...!”, para continuar luego todos a coro “A la bin, a la ban, a la bin-bon-ban, Osasuna, Osasuna, y nadie más...!", mientras que él, al gritar estas últimas tres palabras, agitaba el brazo libre, de derecha a izquierda, en gesto de enérgica negación.
Durante los años 80 y 90 Chiquilín se convirtió en parte irrenunciable del paisaje osasunista, un personaje entrañable y querido, que siempre aparecía cuando Osasuna necesitaba un empujón. Viajó en bus hasta Alemania en 1991, cuando en su segunda aventura europea los rojillos eliminaron al poderosísimo Stuttgart. Y marchó a otros muchos desplazamientos, incluido el destierro de 1989 en Vitoria, cuando el Sadar fue clausurado por los petardos arrojados en un partido contra el Real Madrid. Fue allí, en Mendizorroza, cuando Chiquilín protagonizó una de sus hazañas, tras caer al suelo desde la valla. Se hizo una aparatosa brecha en la cabeza, pero no se rindió, y con un pañuelo ensangrentado sobre la herida volvió a trepar a la valla. Existe una vieja foto donde se ve cómo vuelve a animar, mientras un sanitario de Cruz Roja intenta convencerle de que se baje. Chiquilín fue finalmente a la enfermería, donde le dieron cuatro puntos, pero aún tuvo tiempo de regresar al campo para seguir animando. En otra ocasión, disconforme con la marcha del equipo, se presentó en el campo con dos enormes huevos de oca, mostrándoselos a los jugadores como receta de lo que deberían tener para ganar los partidos. Fue, en suma, un tipo simpático y sociable, y según dice su hija pequeña, fue también familiar, cariñoso y engañador. En una ocasión dijo a su mujer que se iba al huerto a coger unas lechugas, pero en realidad marchó al Sadar a ver a Osasuna. Luego se pasó por una tienda para comprar las lechugas, y se presentó tan tranquilo en casa. Claro que, en realidad, no había conseguido engañar a Maruja, que había seguido por radio el partido y que había oído claramente los gritos de su marido en el Sadar.
Notas tristes
Pero no todo fueron fútbol y alegrías en la vida del tafallés. Las desgracias familiares arrancaron muy pronto, ya en su infancia, y para explicarlo tengo que dar un largo salto en el tiempo. El 16 de noviembre de 2016 el Ayuntamiento de Pamplona procedió a la exhumación de los restos de los gerifaltes fascistas Mola y Sanjurjo, así como la de otros siete requetés enterrados en Caídos, para entregarlos a sus familiares de manera discreta y ordenada. Y quien esto escribe estuvo presente en la apertura de la cripta, en su calidad de alcalde de la ciudad. Era ya de madrugada cuando se abrió la cuarta de las tumbas, y cuando el famoso forense Paco Etxeberria observó los restos no tuvo duda, se trataba de un crío que aún no había terminado su fase de crecimiento. Miré entonces la ficha y leí que, efectivamente, se trataba de un niño que se había alistado voluntario con 13 años, y que había caído 2 años después en la localidad catalana de Balaguer. En la cubierta exterior de la tumba figuraba la frase MURIÓ CUANDO EMPEZABA A VIVIR, hipócritamente labrada por los mismos que mandaron a un niño al matadero, y en la tapa interior figuraba el nombre del infortunado. Se trataba de Joaquín Sota Garayoa, hermano de Chiquilín, nacido el mismo año que él, y que marchó al frente por acompañar a su hermano mayor Felipe. Un drama del que el pobre Chiquilín nunca quería hablar. Cuando se produjeron las exhumaciones, según cuenta María Asun, un conocido abogado madrileño se puso en contacto con la familia, con la evidente intención de enredar, pero finalmente el pobre Joaquín volvió a su Tafalla natal, 80 años después de haber salido hacia el frente, y hoy descansa en la misma tumba que sus padres.
Nuestra conversación está ya terminando cuando aparecen dos de los cinco biznietos de Chiquilín, dos chavalotes llamados Xabier y Jon. María Asun me cuenta que en 1988 falleció Maruja, la mujer de Chiquilín, dejándolo viudo cuando contaba 66 años. Antes de eso se había jubilado, para dedicarse enteramente a sus cuidados, pero él mismo enfermó de arterioesclerosis, y padecía muchos dolores en una de sus piernas, que finalmente hubo de ser amputada. La fotografía en que se ve a Chiquilín con la bota y un huevo de oca pertenece a su último año en el Sadar. Después de aquello solía seguir los partidos sentado en el mismo lugar donde María Asun y yo hemos estado charlando. Me señala un precioso jardín con pérgola, y es fácil imaginárselo allí, nervioso y sufriendo por no poder volver a trepar la valla del Sadar. Carlos Sota Garayoa falleció finalmente un 19 de abril de 2009, sin cumplir los 86 años. No obstante, su última actuación pudo ser unos años antes, el 22 de noviembre de 1995, cuando entraba en el quirófano para que le fuera amputada la pierna derecha. En aquel momento, como si hubiera trepado a la valla del Sadar por última vez, Carlos Sota lanzó su famoso “¡Osasuuuuuuunaaa.!”, que fue inmediatamente respondido por el personal médico presente, con un unánime “¡Bien...!”. Pues eso, Chiquilín, bien, pero que muy bien...