Hola personas, antes de nada quiero desearos un felicísimo verano en el que el trabajo sea liviano, los calores aprieten lo justo, las fiestas de los pueblos nos diviertan sin cobrarse nada, que las vacas y la carretera las carga el diablo, los calderetes nos salgan cojonudos, los sanfermines sean redondos, los encierros nos permitan pillar toro sin que el toro nos pille a nosotros, encontremos amores sabrosones, aunque sean de un solo día, la cartera esté siempre llena y la salud sea la reina del cotarro, sin ella, de todo lo anterior, no hay nada.
Bien, tras todo esto, que no son deseos, son órdenes, vamos a ver mi paseo semanal. Esta semana habrá paseo físico y cultural. El físico tuvo lugar el miércoles a la mañana. Salí de casa a media mañana y llegué a la calle Aralar que tomé a mi izquierda, dirección Media Luna, a donde llegué en un pispás. Al pasar junto a la tapia de los corrales de la Plaza de Toros, puede que sea cosa mía, pero yo creo que olí a burel, a establo y a fiemo. Quizá no. Quizá sean las ganas. Crucé la pasarela más firme de Europa, reforzada en grado XXXL y llegué al rincón de Juan Moya Bernedo, pelotari, que talmente se llama el pequeño espacio que hay entre la pasarela y la plaza de Santa María la Real, popularmente conocida como plaza del Arzobispado.
Entré en la gran plaza, que nació en el terreno del tristemente desaparecido convento de la Merced, y paré un rato a admirar, una vez más, la barroca fachada del palacio arzobispal. En la planta noble me fijé que todas las ventanas estaban cerradas, ¿todas?, no, la que hay sobre la hornacina de San Fermín tenía una de sus hojas abierta, por lo que deduje que esa debía de ser la habitación del Excmo y Rvdmo Sr. y que estaba ventilándose la estancia. A mi derecha una escalera me invitaba a subir a la Ronda Barbazana y acepté con gusto, hacía tiempo que no la recorría y comencé un delicioso paseo por la vereda dedicada al histórico obispo Arnaldo de Barbazán, que se sentó en la cátedra, de aquí viene el nombre de catedral, pamplonesa en la primera mitad del siglo XIV.
Tras dejar atrás el lateral del palacio y la tapia de la huerta del obispo, hoy prosaico parquin, que no es una simple tapia, sino que es la pared de un pasadizo que el arzobispo tiene para pasar de su palacio a la Catedral, y que custodia infinidad de legajos y documentos eclesiásticos, entré en lo que podríamos llamar dominio catedralicio. Cuando ya llevaba varios metros recorridos me di cuenta de que mis pasos hacía rato que transcurrían por un túnel verde formado por los pequeños árboles que flanquean el paseo y las enormes copas de los gigantescos castaños y plátanos de sombra que crecen al pie de la muralla. El recorrido, que es sombrío, se hace histórico cuando escuchamos lo que nos cuentan las piedras de la Seo; esos enormes sillares que con gran esfuerzo fueron colocados allí a comienzos del siglo XV y que seis siglos largos después, siguen contemplándonos y contándonos su vida.
Frente a la trasera de la sacristía, otra pieza histórica nos cuenta que allí muchos seres humanos pasaron frío, miedo y alguna que otra penuria, me refiero a las garitas de piedra que asoman en la muralla y en las que los pobres centinelas guardaban la ciudad. Toda mi vida he imaginado aventuras sin fin de quienes ocuparon tan “privilegiados” puestos de vigilancia. Quizá nunca nadie prestó servicio en esas garitas. Hoy están cerradas porque antiguamente se usaban como improvisado retrete y de ellas siempre emanaba un inconfundible olor que no invitaba a visitarlas precisamente. Seguí mi paseo en el que apenas me crucé con unas sonrientes francesas y con una pareja de negros que dirimían sus problemas sentados en un banco mientras ella liaba un cigarrillo de la risa. Llegué al Caballo Blanco y estaba de dulce, como siempre. Un grupo de turistas atendía las explicaciones de su guía. Bajé la calle del Redín y al llegar al portal de Zumalacárregui, apareció otro rebaño de turistas que seguían a su pastor con gran fijeza. Un imaginario perro pastor iba y venía, agrupándolos y vigilando que ninguno se desmandase, se retrasase o abandonase el grupo.
Abandoné la zona de paz, para meterme entre calles por la rúa de los Peregrinos, hoy llamada calle del Carmen, en honor del convento del Carmen calzado que otrora hubo en la esquina por la que yo entraba en su cauce y que también fue destruido sin un ápice de consideración, su retablo lo podemos admirar en la capilla del museo. Atravesé la castiza calle y por Navarrería alcancé la desaparecida plaza de Santa Cecilia, hice derecha y tras recorrer unos metros de Mercaderes, llegué a Estafeta donde me adentré. La calle dejaba ver las fechas en las que estamos, todas las camionetas de reparto del mundo estaban allí, unas aparcaban como podían, otras las rebasaban en tan justo espacio jugándose los retrovisores, los barriles de cerveza se descargaban a pares y un fortachón matarife entraba en un afamado asador con un costillar al hombro, carros manuales, hábilmente manejados, portaban columnas de cajas de Coca-Cola sin el más mínimo incidente. Los escaparates de las tiendas ya son blancos y rojos y todo está ya preparado para recibir a lo que venga. Lo único que se sabe es que lo que venga será mucho y con sed. Que Dios reparta suerte.
La segunda parte de este Paseante de hoy va a desarrollarse en la sacristía rococó de la Catedral, llamada sacristía de los canónigos. Tan peculiar escenario nos acogió el miércoles por la tarde para escuchar la conferencia que sobre la orfebrería catedralicia iba a impartir Ignacio Miquélez, gran conocedor del tema y que ya en otra ocasión también nos acompañó para ver el tesoro de San Fermín. Nos explicó como el tesoro se fue enriqueciendo a base de donaciones de navarros que se habían ido por el mundo a hacer fortuna y querían ver enriquecida la cabeza de su reino y a su virgen bien engalanada. Así vimos la cantidad de joyas que tiene Santa María la Real o Virgen del Rosario, que de las dos maneras se llama. Nos contó que la Virgen es una talla de madera sobrevestida de plata, sedente y con el niño sobre sus rodillas, si bien no son coetáneos ya que Ella es de 1150 y el Niño del siglo XVII. La imagen va tocada de diferentes coronas según el tiempo y la moda. De todas ellas la estrella es la que los ladrones robaron en 1935 en el famoso robo del tesoro de la Catedral y que es una gran joya de varios kilos de oro y un número grosero de diamantes y esmeraldas. El Niño tiene la suya, así mismo de gran valor.
Ignacio nos habló de cruces procesionales, de templetes, de relicarios y de un sinfín de objetos que componen el tesoro de la Catedral.
Qué gusto da escuchar al que sabe.
Besos pa tos.