“¡Ahora va a venir la masa!”. Irati Rojo correteaba ilusionada de vuelta a la mesa anunciando que los ingredientes para hacer las pizzas ya estaban en camino. Eduardo Castillo, otro de los niños, revisaba las fotos que había hecho en su reloj inteligente. Mientras, el usuario Ángel Vallejo, de 90 años, entonaba el No te vayas de Navarra que sonaba en los altavoces ante la desconcertada mirada de los más pequeños. No conocían la clásica canción. Ni que Vallejo es un aficionado jotero. Su reloj, que solo usa para consultar la hora, marcaba las 11.30 horas.

 Estas escenas son la tónica general estos días en la residencia Amavir Mutilva. Forman parte de la iniciativa De acampada con mis abuelos, un campamento intergeneracional que se lleva realizando más de 15 años en este centro, pionero en llevarlo a cabo en Navarra.

Durante una semana, un grupo de niños entre 6 y 12 años, hijos de trabajadores del centro en este caso, conviven con los residentes y hacen actividades con ellos.  “Estos días a ninguno le duele la cabeza. Dolores y molestias desaparecen, están centrados en otras cosas. Es un subidón de autoestima importante”, explica Josune Cermeño, terapeuta del centro. Antes de la pandemia, incluso dormían con tiendas de campaña en el jardín.

Pintar camisetas, hacer un cartel para San Fermín o bailar son algunos de los planes que hacen estos días especiales. Por la mañana tienen actividades psicomotrices para activar el cuerpo y luego algunas manualidades. Lo culminaron el viernes con un espectáculo final que prepararon los chavales. “Es una terapia generacional en la que cada uno comparte sus vivencias. Se enriquecen con las conversaciones”, apunta Eugenia Oroz, directora del centro. 

“Estos días a ninguno le duele la cabeza. Dolores y molestias desaparecen, están centrados en otras cosas. Es un subidón de autoestima importante”

El miércoles tocaba hacer pizzas. Vallejo todavía recuerda que el año pasado salieron fuertes y por eso trata de manejar la situación: “Por las orillicas un poquico de queso y ya está, que si no la vamos a fastidiar”. Pero aunque se afane en pedir prudencia, Rojo y Castillo hacen oídos sordos. Su alegación es irrefutable: “Es que el queso está muy bueno”.

Ante la vitalidad que muestran, María José Goñi, usuaria, no puede evitar rememorar cuando jugaba en los parques de Mutilva. Iban ahí porque por Pamplona pasaban coches. Se ve reflejada en ellos. “El tener unos niños a tu lado para jugar un poco y que te hablen te hace tirar para adelante”, destaca Goñi. No puede dejar de agradecer su presencia estos días: “Qué juguetes nos traen, qué bonitos, Dios mío”.

Eso sí, no puede perder mucho tiempo emocionándose porque se queda sin pizza. Gabriel Montoya, con más hambre que vergüenza, ya ha anunciado que son todas para ellos. Goñi lo entiende: “A esas edades son unos glotones”.

“El tener unos niños a tu lado para jugar un poco y que te hablen te hace tirar para adelante”

Con la llegada de la comida, los niños, que estaban jugando, volvieron deprisa a sus sitios. Los usuarios no se habían movido de las sillas. Al final, todos pudieron comer lo que quisieron. Y esta vez, no quedaron fuertes.

Una experiencia para todos

El objetivo de estos días no es solo que los usuarios disfruten. También es toda una experiencia y un aprendizaje para los niños. “Se transmite la cultura del valor de la persona mayor. Olvidan los teléfonos y tabletas un rato”, señala Oroz. Martín Jiménez, usuario del centro, tiene claro cuál es la lección más importante que puede darles. “Educación y respeto. Con eso puedes salir a la calle y vivir. Si no, tienes un problema”, asegura. Por otra parte, el campamento facilita la conciliación en esta semana en que los colegios acaban de terminar.

Charlot Barra, mientras presume de su gorro de chef y culpa a Montoya de haberse pasado con el jamón, cuenta que lo están pasando muy bien: “Lo mejor es estar con los abuelos y pintar. Nos preguntan por el cole y les contamos”.

La actividad terminó antes de la comida de los usuarios, ya que el campamento no altera su horario habitual: “Ellos mismos ya empiezan a removerse porque tienen interiorizada su rutina”, admite Cermeño. Subieron el volumen de la música y los niños salieron a la pista de baile. Las coreografías despertaron los “olés” de un público entregado, aunque no se supieran las canciones.

Pero eso cambió cuando sonó la Macarena. No hay distancia generacional que soporte esa canción. Los pequeños bailaron y los más mayores cantaron. Y lo más importante. Todos disfrutaron.