Íñigo López de Oñaz y Loyola (1491-1556): San Ignacio de Loyola
Ni nació ni vivió en Pamplona, pero hoy en día llevan su nombre un colegio, una basílica y una avenida de la vieja Iruñea, así como un controvertido monumento...
Una antigua familia guipuzcoana
Íñigo López de Oñaz (Oñez, en los documentos más antiguos) nació en la torre que el linaje familiar poseía en la localidad guipuzcoana de Azpeitia en 1491. Fue el menor de los 12 hijos nacidos del matrimonio formado por Beltrán Ibáñez de Loyola, señor de la torre de Loyola en Azpeitia, y de Marina Sánchez de Licona, hija del dueño de la torre de Balda en la vecina Azkoitia. Según hemos podido saber, fue un antepasado lejano de Íñigo, llamado Lope de Oñaz, quien fundó la dinastía hacia 1180, cuando Guipúzcoa era aún parte del reino de Navarra.
Con el paso del tiempo se convirtieron en cabeza del bando oñacino, enemigos mortales de los gamboínos, atribuyéndose a otro antepasado del santo, Juan Pérez de Oñaz, el asalto y destrucción de la torre de Balda, acaecida en 1319, y que supuso la muerte del señor de Balda y su hijo. Debemos aclarar además que, en aquella época, los apellidos no se adoptaban de la manera automática y protocolizada de hoy en día, sino que tenían cierto carácter electivo. Así, por ejemplo, los hermanos mayores de Íñigo López de Oñaz tomaron nombres como Juan Pérez, Sancha Ibáñez o Martín García de Oñaz, mientras que su padre, como ya hemos visto, se llamó Beltrán Ibáñez de Loyola. Más significativo resulta comprobar que la práctica totalidad de los apellidos locativos de sus antepasados pertenecían a la vieja hidalguía guipuzcoana, figurando entre ellos algunos tan antiguos y linajudos como Guevara, Lazcano y Emparan, además del propio Oñaz, todos ellos vinculados a Navarra hasta la partición del reino tras la violenta conquista castellana de 1200.
En el Libro de Armería del Reino de Navarra, donde se registraron los principales linajes de Navarra, aparece la inmensa mayoría de sus apellidos. Así, hemos encontrado en el citado armorial los escudos numerados de Oñaz (450), Loyola (98), Balda (568), Lazcano (97), Murguía (352), Guevara (3), Emparan (95) e Iraeta (468), todos ellos antepasados del santo. En cuanto a su nombre, fue bautizado como Íñigo, nombre local de origen muy probablemente prerromano, que en sus formas vascas “Eneco” y “Yenego” había sido muy frecuente durante toda la Edad Media navarra, como atestigua el hecho de que así se llamara el primer monarca del reino de Pamplona, Eneco Arista. La forma “Ignacio” deriva de un nombre diferente, el latino “Ignatius”, que el santo guipuzcoano utilizó como fórmula oficial desde 1531, cuando se encontraba ya en París, por tratarse de un nombre más universal y, por lo tanto, más fácil de asimilar en países extranjeros. Sea como fuere, parece ser que en ámbitos más privados y familiares el azpeitiarra siguió empleando las formas de su niñez, Íñigo y Eneco.
Soldado castellano
Como hemos visto, la familia de Íñigo había estado orientada al oficio de las armas. Su padre, Beltrán Ibáñez, había servido a los Reyes Católicos en las tomas de Toro y Burgos, y dos de los hermanos del santo, Juan y Beltrán, murieron en combate en las guerras de Italia. El mayor de ellos, Juan Pérez de Loyola, había sido encargado de trasladar a su exilio en Fez (Marruecos) al último sultán de Granada, Boabdil el Chico, y murió en 1498 en la guerra de Nápoles, donde cayó también el tercero de los hermanos, Beltrán. Con estos antecedentes no debe sorprendernos que él propio Íñigo adoptara el oficio de soldado. No se conocen muchos detalles de su infancia, pero sí sabemos que fue enviado muy joven a Arévalo (Castilla), a la casa de Juan Velázquez de Cuéllar, contador mayor de Castilla y pariente de la madre de Íñigo. Se encontraba ya de regreso en Azpeitia en 1515, porque en dicha fecha él y sus hermanos se vieron envueltos en un asunto turbio, por el que terminarían siendo juzgados. Según parece, durante el Carnaval de aquel año, los Loyola atacaron violentamente a ciertos eclesiásticos de Azpeitia, “de noche, con propósito deliberado, a traición y con una emboscada”. Un ejemplo de aquella tumultuosa juventud que el propio santo definiría, años más tarde, como entregada “a las vanidades del mundo”.
En Pamplona durante la conquista
Íñigo tiene 30 años cuando llega a Pamplona, y es un soldado curtido en la guerra contra los Comuneros. Navarra lleva nueve años invadida, tras el ataque de julio de 1512, y en 1521 se está desarrollando el tercer intento que los legítimos reyes de Navarra protagonizaron para recuperar la independencia del reino. Las tropas del rey de Navarra, con ayuda francesa, habían entrado por el norte, y todo el reino se había sublevado en su favor, incluida Pamplona. La fortaleza de la ciudad, sin embargo, quedó en manos españolas, jugando Ignacio un papel destacado en su defensa. Las muestras de alegría demostradas en la ciudad liberada causaron la ira de los españoles, que decidieron bombardear la ciudad, razón por la que, cuando al día siguiente capitularon, el pueblo pamplonés intento linchar al capitán Loyola y a sus compañeros. Para evitar males mayores fueron evacuados, e Íñigo, a quien un proyectil de artillería había destrozado una pierna, fue curado y transportado hasta su casa en Azpeitia.
La historia oficial desfiguró estos hechos, calificando a los invasores españoles como “defensores” de Pamplona, mientras que los legitimistas eran calificados de “franceses”. La realidad, sin embargo, es que quienes en 1521 recuperaron Iruñea lo hicieron en nombre del rey Enrique II de Navarra, mientras que los invasores que retenían Pamplona en contra de su voluntad eran españoles, enviados por el emperador Carlos I de España y V de Alemania. Y como muestra de la filiación de los legitimistas, diré simplemente que los “franceses” que abrieron a los liberadores las puertas de la ciudad sublevada se llamaban Juan de Azpilcueta y Miguel de Jaso, hermanos mayores de San Francisco Javier. Y que quien curó las heridas de Loyola y lo transportó hasta su casa en Azpeitia era un “francés” llamado Esteban de Zuasti, navarro legitimista que participaría luego en la batalla de Noain, y que moriría tres años después en Hondarribia, luchando de forma incansable por la independencia de Navarra.
Un monumento indigno
Es muy probable que quien dijo aquello de que la Historia la escriben los vencedores lo hiciera pensando en Navarra. Y como muestra de ello no hay sino visitar hoy el lugar donde, según la tradición, fue herido Íñigo López de Loyola. Se encuentra en una avenida que lleva el nombre de San Ignacio, al pie de una basílica dedicada a él, y junto a un monumento que glorifica su memoria. No hay allí ni un solo elemento que recuerde el papel de Esteban de Zuasti, Miguel de Jaso, Juan de Azpilcueta ni ninguno de los navarros que se la jugaron en defensa de su patria. Y aunque somos muy conscientes de que los honores de Íñigo obedecen a su condición de santo, no es menos cierto que el monumento recuerda específicamente su figura de soldado invasor y su papel en la conquista de Navarra. Lo dicho, un monumento indigno. No es objeto de este artículo relatar los pormenores posteriores de la vida de Íñigo López de Oñaz.
De ello se han encargado ya sus hagiógrafos. Recordaremos tan solo que después de caer herido transformó su vida, viajó por toda Europa, se hizo eclesiástico y fundó la influyente Compañía de Jesús. Y terminaré evocando dos momentos de su vida posterior. El primero de ellos se produciría en París, hacia 1529, cuando Íñigo conoció al estudiante navarro Francés de Jaso y Azpilcueta, San Francisco Javier.
Uno se pregunta cómo habría sido aquel encuentro, y si ambos se habrían comunicado en su euskara natal, la lengua de sus abuelos, sus padres y sus hermanos. Y todavía más me intriga otro hecho posterior, en 1535, cuando Íñigo transportó y entregó en Obanos una carta de despedida de Francisco de Xabier, para su hermano Juan de Azpilcueta. Hubiera sido apasionante ver la cara del antiguo capitán Azpilcueta, legitimista e independentista hasta la médula, al ver aparecer ante su puerta a aquel antiguo enemigo, causante de la ruina de su familia, transformado en un eclesiástico alopécico y patituerto, que predicaba la pobreza y hablaba con desprecio de “las vanidades del mundo”.
