una de las escenas más lamentables para el telespectador, rozando el esperpento, fue aquella comparecencia ante la prensa del todavía entonces rey de España en la primavera del 2012 apoyado en dos muletas, el rostro compungido: “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”. Gracias a que se escoñó la cadera, se le pudo pillar al jefe del Estado dedicado al extravagante y costoso entretenimiento de matar elefantes en Botswana. Aquella fastuosa cacería y sus aditamentos de cortejo y despilfarro en plena crisis, puso al rey en el terraplén de la jubilación. Hala, ya le vale, ya basta de borbonear.
Pues bien, sin que pueda echarse mano de la excusa del “árbol caído”, llegó la hora de darle un repaso al personaje que, bendecido por el dedo sanguinario del Caudillo y obligando a su padre a abdicar, ha ostentado la máxima autoridad del Estado durante cuarenta años. Vaya por delante que a lo largo de estas cuatro décadas ha pesado sobre las trapisondas del hoy Emérito un manto de censura, encubrimiento y servilismo, que lo mismo le atribuía el título de salvador de la democracia que la excelencia deportiva a bordo del Bribón. Juan Carlos I ha sido intocable, etéreo, el más alto, el más guapo, el más noble, el más honrado, el modelo por encima del bien y del mal. La derechona se tragó sus ínfulas liberales y el rojerío se embutió en el frac de las recepciones, con la disculpa de “no soy monárquico, soy juancarlista”.
Pues bien, ya ha pasado a la reserva y ahora que se puede disparar han salido de debajo de las losas del silencio servil algunos periodistas reciclados resucitando exclusivas de hace veinte años y aireando sin recato el borboneo. Mira por dónde, a estas alturas nos rasgamos las vestiduras por haber estado pagándole al Emérito a escote juergas, regatas, viajes y cacerías. Esta revancha periodística de retrovisor nos deja claras dos evidencias: que se nos ha estado borboneando por la cara durante cuarenta años, y que los que ahora se titulan paladines del escándalo regio han estado callados como colipoterras en ese entretanto.
Respecto al Emérito, parece ser que los cronistas de la Corte, es decir, los periodistas con más pedigrí zarzuelero, estaban al cabo de la calle de las presuntas golferías del Borbón. Sabían que además del estallido mediático en diferido de su presunto romance de cama con una vedette de medio pelo, anduvo borboneando con cantantes, modelos y alguna que otra falsa princesa. Sabían, o eso dicen ahora, que la santa esposa, Sofía de Grecia, sufría en silencio y soledad la hemorroide de un marido casquivano que, al menos, le garantizaba su condición de reina con los privilegios adyacentes.
Allá el Borbón con sus urgencias de entrepierna. Allá él con su actual borboneo de vago itinerante. Allá él con su pasado -¿quizá también presente?- de aventuras galantes. Allá el Emérito con sus visitas de tapadillo por el morro a las cocinas de estrellas Michelin. Allá él con sus viajes exóticos, con o sin compañía. Y es que ahora no tiene otra cosa que hacer, ni audiencias que le entretengan. Lo que no tiene un pase es que ese borboneo sea a gastos pagados. Y pagados a escote, claro, por todos los contribuyentes se consideren monárquicos o no, se consideren españoles o no.
Peor todavía, ahora resulta que en los mentideros periodísticos madrileños se sabía que se había pagado el silencio sobre sus golferías con dinero público, pero nadie dijo nada. Ese silencio, ese disimulo, ese mejor no remover la caca, es muy propio de un país de serviles y vasallos, dando por aceptado que él puede borbonear lo que le venga en gana porque es quien es. Eso es lo que han hecho el PP, el PSOE y Ciudadanos, que han bloqueado en el Congreso las preguntas de un diputado de ERC sobre el pago con dinero público del silencio sobre el presunto desliz del Emérito y la vedette.
Al parecer, hay quienes aún creen que la monarquía española es eterna. Pero quizá debería entenderse que nada tiene que ver con la británica, capaz de sobrevivir a las infidelidades casquivanas del príncipe Felipe de Edimburgo, los tampax de Camilla, los cuernos de Lady Di al sempiterno heredero Carlos y sus revanchas, los sobornos de Sarah Ferguson y demás escándalos familiares. La monarquía española, por mucho que la nueva pareja real anuncie luz y taquígrafos, o aparente una supuesta naturalidad y modernidad, es como un aparador vintage corroído por la carcoma y acabará derrumbándose solo. Al tiempo.