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Onanismo

Onanismo

El calificativo no lo he puesto yo. Fue la respuesta de José Antonio Zarzalejos, anterior director de ABC, cuando Ferreras le preguntó cómo definiría el sarao de celebración de los 40 años desde las primeras elecciones democráticas. Raudo, dijo que “fue un acto onanista”. Es decir -añado yo- autocontemplativo, efímero y orientado a saciar algún tipo de ansiedad inconfesable. Lo primero que habría que preguntarse es por qué celebrar 40 años, cifra redonda en la medida en que es decenal, pero que por igual criterio no implicó tan magno festejo en la veintena o la treintena. Las causas de que se quisiera lustrar con boato esta concreta ocasión son dos. La primera hay que buscarla en el inconsciente colectivo español, habituado a escuchar que Franco ejerció como dictador 40 años. Realmente fueron algunos menos. Pero como el redondeo se ha hecho tópico histórico, mostremos que también la democracia es cuarentona y hagamos valer eso de haber recorrido ya “el periodo más próspero de nuestra historia”. La segunda razón tiene una relevancia más inmediata y menos psicológica. El acto del pasado miércoles es similar a lo que hacen las familias venidas a menos que se reúnen y recuerdan la casa señorial que malvendieron o el momento en el que el antecesor recibió honores. Es la decrepitud condensada en el recuerdo de una época que se idealiza y por eso se añora.

España es hoy un país fracasado en muchas de sus dimensiones. Por eso alguien ha querido recordar con solemnidad los momentos de la disrupción democrática, a ver si seguimos agarrados a un andamio aunque no haya servido para hacer cimentar el edificio. El intento de autosatisfacción resultó un nuevo naufragio. Se dice que el valor fundamental de la transición fue la concordia, mucho más allá incluso de la nueva estructura de Estado que se alumbró, y a las claras se vio que la celebración sólo ha servido para recordar banderías, discutir protagonismos o subrayar agravios que todavía se invocan. Y por más que se pretendiera llenar de sillas el Congreso, lo que queda es lo de siempre: esa sensación de inmadurez y mendacidad que unos y otros se empeñan en acreditar un día sí y otro también. No hay boato que despiste una realidad tan asentada, la España que tal vez quiso ser pero evidentemente no es. Una España que ha sido incapaz de resolver su propia estructuración como Estado, y no sólo por la pulsión independentista que llega desde Cataluña. También por haberse constatado que tras el invento constitucional de las autonomías la consecuencia de esas estructuras de poder ha sido su corrupción intrínseca, como se ha visto en Madrid, Valencia o Sevilla. Una corrupción que tampoco es sólo política, que afecta a la justicia, al conjunto de la vida económica, y en definitiva a la manera en la que la sociedad expulsa de sí la meritocracia y el valor del esfuerzo en favor de amiguismos o coimas. La misma corrupción que, en sentido intelectual, afecta al modo en que la política ha decidido operar sólo con tacticismos, sin proyectos solventes o principios que articulen decisiones de altura: ministros incapaces de decir o hacer nada interesante, una oposición entregada al eslogan, y una corte de plutócratas y ganapanes mediáticos ocupados en apuntalar la ruina. Una ruina que también es económica, gracias a esa actitud política recurrentemente empeñada en dañar a la clase media y emascular sus capacidades de transformar un país.

Ahí estaba también el rey, con otro de esos discursos que se olvidan conforme se escuchan, ejerciendo como el alguacil que avisa del cumplimiento de las ordenanzas, pero sin ninguna capacidad para hablar de lo que podríamos ser y no somos, de la corrupción, la separación de poderes, la mejora de la calidad democrática o de la habitual colusión entre los intereses generales y los particulares. Junto al rey, esa reina empeñada en no disimular su desprecio hacia todo lo que le rodea. Y fuera de la sala, el emérito, en una pausa en su recorrido por la Guía Michelín, mostrando su disgusto por no haber recibido otra vez la lisonjera consideración de arquitecto de la transición. Él, que un día decidió hacerse rico, y cuya soberana referencia ha degradado a España como el país de pícaros que antaño fue. Este es el cuadro de una celebración, en la que se exaltó que hace cuarenta años se pudo votar, como si eso constituyera un fin y no un medio.