El viernes le dijeron a Rajoy que las urnas no iban a llegar a los colegios y que los Mossos colaborarían en el cierre de los centros de votación. Quienes le pasaron el informe demostraron ignorar la más patente realidad de lo que pasa y ha pasado en Cataluña. Creían que las cajas saldrían de un almacén portuario y serían distribuidas en furgones de reparto. A pesar del CNI llegaron a destino gracias a un sistema reticular, trasegadas por voluntarios, incluidos algunos curas de parroquia. Que los Mossos, por mucho juez que les mandara, no tenían la más mínima intención de ejercer coerción en los centros electorales era algo obvio para cualquiera que conociera cómo ha sido formado ese cuerpo policial desde hace décadas. Pero al margen de tantos y tan graves errores de valoración -propios de quienes no saben ver más allá de un papel-, esos que intentaron tranquilizar al presidente sabían que le decían justo lo que quería escuchar. Ni más ni menos.
En Moncloa hay instalado un llamado comando Aranzadi, un grupo notable de abogados del Estado sobre el que ha recaído la responsabilidad exclusiva de resolver el problema catalán. Y si hoy estamos a punto de asistir a un enfrentamiento civil de consecuencias impensables es porque se ha abdicado de hacer nada que supusiera abordar con coraje político este drama. Primero se le concedió al Tribunal Constitucional una aberrante e inopinada capacidad sancionadora; luego se puso en manos del fiscal de Cataluña la ejecutoria jurídica contra la eclosión del procés; y finalmente se situó al rey ante una cámara -ciertamente él también tenía ganas- para advertir a los insumisos y adjetivar la gravedad de sus actos. Pero nada se ha hecho que tenga que ver con el ejercicio de la acción política que al Gobierno, y a su presidente, corresponde. La llamada “Operación Diálogo” encomendada a Soraya no estaba orientada a recuperar para el redil constitucional a los dirigentes de la Generalitat, sino más bien pretendía tomar contacto con representantes de la vida social y económica catalana intentando que sirvieran para moderar maximalismos. Conservo respeto por la vicepresidenta, que al menos no eludió el trabajo que se le encargó y ha dado la cara, mientras alguna otra se dedica a cuchichear a los periodistas que ya tiene el despliegue de las tropas preparado. Pero al margen de lo que haya supuesto esa búsqueda de empatía entre determinadas élites catalanas, nada que se pueda calificar como política ha salido de Moncloa.
El daño ya está causado, y el punto al que se ha llegado es irreversible en lo que representa de división y fractura social en Cataluña y en el resto de España. Indelebles las imágenes de un referéndum que de hecho se realizó, aunque fuera entre bananero y bulgariforme. Y también las de una policía que se presentó como si se tratara de una fuerza de ocupación, barcos incluidos. Todo este marasmo nos lleva a la figura de un Rajoy del que algunos de sus incondicionales todavía dicen que es maestro en el arte de medir los tiempos, y otros afirman que en realidad es cobarde, vago y pusilánime. Adentrarse en la psicología del personaje no es fácil. Pero sí incontestable que en sus 36 años de vida política siempre ha buscado su espacio de confort. Lo viene haciendo como presidente del Gobierno desde el momento en el que puso en su blasón “lo único que importa es la economía”, aserto reduccionista que le ha permitido ser el sobresaliente dentro de la intelectualmente famélica legión que hoy deambula por la política española. Se ha limitado a tener un trío de escuderos -Montoro, Guindos y Nadal- que con más torpeza que brillantez han corregido unos mínimos desequilibrios económicos, y todos los días le entregan papeles para que los lea donde tenga a bien hacerlo. Nada más; sólo eso y un siniestro Arriola que tampoco andará muy lejos como inspirador de lo que pasa, y lo que no pasa, en este asunto catalán. Para calibrar hasta qué punto estamos ante un gran estratega o ante un esencial incompetente, conviene leer sus declaraciones del jueves. Dice Rajoy que “porque es mi obligación y porque para eso soy el presidente del Gobierno de España, haré lo que crea que deba de hacer, lo que crea que sea mejor y en el momento que me parezca más oportuno”. Como el torero que sabe que tiene que salir al ruedo y, después de santiguarse ansioso, trata de autoconvencerse de que ya llegó la hora de lidiar.