a unidad fundamental del material genético es el par de bases, un pequeño ladrillo compuesto por dos moléculas enlazadas cuya sucesión conforma un gen, decenas de miles de genes un cromosoma, y decenas de cromosomas un genoma. Estas estructuras alojan la información que, fruto de la evolución biológica, permite a los seres vivos adaptarse con mayor sofisticación y eficacia a su ambiente, y ser más longevos y prevalentes en la escala zoológica. El coronavirus que nos acecha tiene un material genético compuesto por 30.000 pares de bases agrupados en una única hebra de RNA. Cada una de las células de un organismo humano aloja en su DNA información correspondiente a 3.200 millones de pares de bases. Cien mil veces más potencial genético, la misma desproporción que hay entre el texto de este artículo y la Enciclopedia Británica. Y a pesar de nuestra preeminencia como los seres vivos más sofisticados del planeta, un virus de lo más simple nos ha doblado matando a cientos de miles de personas, transformado para siempre los usos sociales y causando un marasmo económico sin precedentes. Es verdad que nada volverá a ser igual, que el concepto de nueva normalidad es descriptivo de que tras el confinamiento encontraremos un modo de vivir bastante diferente. Lo que cabe dudar es si habremos extraído las conclusiones adecuadas para que de esto salgamos con la capacidad para entender mejor el contexto en el que realmente vivimos. En los años previos a la crisis del 2008 se hablaba de que gracias a la globalización se habían superado los ciclos económicos y que la prosperidad sería progresiva e ilimitada. Todo se derrumbó de repente. Previamente a la aparición de SARS-CoV-2 el pensamiento común establecía que la era de las enfermedades infecciosas había pasado, y que el desarrollo de la ciencia y la tecnología nos permitía dominar cualquier entresijo de la biología. En los últimos años hemos asistido a avances que apenas nadie imaginaba hace poco tiempo, como los sistemas de edición genética CRISPR -que permiten cortar y pegar genes viables en seres vivos- o el tratamiento del cáncer mediante tecnología CAR-T -que reprograma los linfocitos para que ellos mismos se encarguen de los tumores con una efectividad altísima-. Estamos tocando con los dedos las moléculas que constituyen la base de la vida, y la posibilidad de cambiar el curso de las enfermedades, o trastocar el estándar de nuestra propia biología, es una realidad. A pesar de ello, el coronavirus ha sido más fuerte y nos está haciendo vivir una etapa histórica, que recordaremos siempre.

Yo nunca he dicho eso que se despacha tan habitualmente en la chamarilería política de que "tenemos la mejor sanidad del mundo". El topicazo se le ha oído hasta la náusea a gentes de uno y otro partido. Por principio, hay que desconfiar de quien posturee con una frase así, diseñada para el engaño. Porque lo que se está diciendo tácitamente es que "y si es así, es porque yo te la he otorgado". La sanidad española es buena en algunas cosas, y mala en unas cuantas más. Tiene a su favor que ofrece una cobertura universal que obtenemos por el mero hecho de ser ciudadanos, y también que funciona con pocos recursos, apenas el 6% del PIB en su parte pública y otro 2% en la privada. El sistema público controla en origen el precio de sus dos principales factores de producción, el coste del personal y el coste de las terapia farmacológicas. La misma administración que contrata médicos decide previamente cuánto les paga, lentejas, y cuando compra medicamentos decide antes el precio que les concede. Así es fácil mantener en pie el sistema sanitario y decir que es muy eficiente, aún financiándolo paupérrimamente. Nuestra sanidad no es la mejor del mundo porque carece de calidad organizativa -esta semana han salido los datos de lista de espera de diciembre de 2019, los mayores en quince años-; no está bien orientada a la creación de valor salud; muchos de sus procesos están burocratizados; y apenas dispone de flexibilidad para adaptarse a los cambios. Ahora llega, empero, su momento más importante. La hora de responder a la pregunta de si a pesar de la ruina económica que se viene seremos capaces de refundar un sistema sanitario que ocupe la mayor prioridad política, como ya ocupa el mayor nivel de apreciación de una sociedad que se ha tenido que agarrar a él como su único salvavidas.