as imágenes de una turba de energúmenos asaltando el Capitolio, la casa de la democracia estadounidense, son todo un síntoma de la crisis institucional que vive la hasta ahora primera potencia mundial. Una crisis de Estado, pero sobre todo de un auténtico crac social, que puede significar el principio del fin de un Imperio hegemónico en el siglo XX. En un momento tan crítico, una vez más la responsabilidad de la defensa de los valores de paz, democracia y libertad de la civilización occidental recaen sobre Europa. El mundo que anhela ampliar los espacios de convivencia basados en el respeto de los derechos humanos, fija la mirada en la Unión Europea como único proyecto capaz de garantizar el futuro de las sociedades libres. El viejo Continente está obligado a ofrecer soluciones a los desafíos globales de conservación medioambiental del Planeta mediante el cambio de modelo de producción y consumo para regirnos por una economía más eficiente y equitativa. Podría decirse que ahora más que nunca, el proyecto de la Unión es tan necesario dentro como fuera de nuestra fronteras.

Desde el fin de la II Guerra Mundial y los acuerdos de Bretton Woods de 1944 que fijaron las reglas económicas y monetarias mundial, no ha habido un momento de mayor incertidumbre en el escenario internacional como el que estamos viviendo. La realidad geopolítica surgida en aquellos días se basaba en el liderazgo de EEUU y su capacidad protectora del llamado mundo libre ante la amenaza del comunismo soviético. La caída del Telón de Acero y finalmente del Muro de Berlín, empezó a mostrar los primeros síntomas de resquebrajamiento del orden de posguerra. La aparición en el teatro de operaciones del gigante chino como nuevo jugador protagonista, añadió muchas más dudas sobre la durabilidad del sistema. Pero ha sido ahora, con la crisis provocada por la pandemia, cuando la incertidumbre se ha adueñado del horizonte temporal a cualquier plazo. Todo es cuestionable, incluso, la autoridad democrática de un presidente de los Estados Unidos, que arenga a las masas para violar la votación del colegio de electores que debía designar a su sucesor en la Casa Blanca.

Cada día se hace más evidente que la nueva batalla abierta por el liderazgo mundial entre Estados Unidos y China, lejos de encontrar un ganador, está desgastando hasta la extenuación a los dos contendientes. Unos y otros son presos de sus contradicciones: los estadounidenses obligados a resistir como Estado prepotente, mientras sus ciudadanos se empobrecen, crecen las desigualdades y sus grandes corporaciones tecnológicas como Google, Facebook o Amazon, ni creen, ni necesitan ya de la bandera de barras y estrellas para expandirse multinacionalmente como antaño si hicieron los grande de la automoción o de la metalúrgica. Y enfrente los chinos, enrolados en una misión de progreso con crecimientos desaforados, con una visión de capitalismo comunista, incoherente ontológicamente, donde cada vez menos tienen más y los multimillonarios nuevos ricos, se olvidan de los cientos de millones de compatriotas que aun están muy lejos de tener una vida digna. Para colmo de la paradoja que no deja de ser irónica, los enormes déficits norteamericanos los sufraga mediante la compra de su deuda, el Estado chino.

A los lados del tablero, una pléyade de Estados autoritarios maquillados con instituciones seudo democráticas que significan un riesgo constante para la paz y la libertad: Rusia, Turquía, Irán, los Estados árabes, Pakistán y un largo etcétera de regiones en conflicto permanente. Y en el centro la Unión Europea tratando de dar sentido a los valores que de las cenizas del drama de las guerras mundiales forjaron su nacimiento. Es evidente que Europa no representa la panacea universal o el paraíso terrenal. Pero las sociedades de sus Estados miembro bajo, los principios del Estado Social y de Derecho, son hoy en día el mejor faro de la Humanidad para construir un futuro viable. Los europeos solo necesitamos creérnoslo, ser conscientes del tesoro que constituimos para el resto de los seres humanos y ofrecerles un modelo de sociedad abierta en la que quepan todos sin excepciones por color de la piel, creencias religiosas, clase social o ideas políticas. Aquella tierra de oportunidades en libertad que soñaron los padres fundadores de los Estados Unidos, hoy cada día más alejado de su objetivo original, vuelve a tener sentido en Europa, en una especie de historia de ida y vuelta, coincidente con los anhelos de otros padres fundadores europeos con nombre propio: los Adenauer, Churchill, De Gasperi, Hallstein, Monnet, Schuman, Spaak y Spinelli.