endaval económico. Desconfianza política. Desunión parlamentaria. Crisis en estado puro. Vienen muy mal dadas y España corre desnuda. Hay mucha preocupación social a nivel de acera porque los parámetros se hacen sangrantes en la cesta de la compra, en las gasolineras y en el interruptor de la luz. Pero, en cambio, se avecina una Semana Santa de hoteles llenos y a precios de caviar. Se trata de la cruda fotografía de una lacerante desigualdad social que vuelve a pegar otro estirón descorazonador para ensancharse más aún. Nadie se atreve a predecir siquiera un halo de esperanza. Es la crudeza de una realidad asediada por las fatídicas consecuencias de los estertores de la pandemia, la disculpa recurrente de la invasión rusa y, sobre todo, la acotada capacidad de respuesta de los gobernantes para esbozar una respuesta estructural y no refugiarse siempre en la política del crédito permanente y el endeudamiento.

No aparecen recetas ni pócimas milagrosas para detener esta hemorragia. Sánchez se agarra a la bandera blanca de la unidad, al PP no hay quien le mueva de la bajada de impuestos y Vox recoge día a día las populistas manzanas del árbol del cabreo. Falta la más mínima voluntad y gotas de responsabilidad para encontrar un punto en común. Quizá en esta temeraria heterodoxia partidista influya que todavía no se quiere considerar asunto de Estado la elocuente emergencia económica a la que se asiste con una escalofriante inflación de dos dígitos tres meses antes de que llegue el verano.

El presidente se sigue rodeando del manual que tan bueno resultado le dio durante las aciagas olas del virus. Antes como ahora, cuando hay que afrontar situaciones límite, que exigen medidas perentorias, siempre repite, y con éxito, la táctica trucada: decide por su cuenta y ante el riesgo de aproximarse en solidad al abismo y la derrota, apela dramáticamente a la unidad de los diferentes para así salvar al país. Lo consigue una y otra vez ante la irritante desesperación de sus socios de la mayoría parlamentaria, que son víctimas de una descarada descortesía, pero también de una alarmante ausencia de alternativa.

Podría aparecer por el fondo la silueta del aclamado Feijóo, que ha devuelto la ilusión al PP y a los medios adictos. Sin embargo, todavía le queda mucho camino por recorrer y demasiados estropicios por arreglar. Eso sí, lo tiene todo a su favor dentro de casa, una vez que el congreso sobre ruedas de Sevilla ha certificado sin derramar una sola lágrima la renuncia de Pablo Casado a todos sus cargos por su ineptitud manifiesta y compartida con el inefable García Egea, a quien nadie echó en falta. Lo hace para entregarse en cuerpo y alma al nuevo líder en quien siempre se pensó para sustituir hace cuatro años a Mariano Rajoy, por cierto, ayer más estilo Rajoy que nunca en su jaleada intervención. Sus insistentes apelaciones a abrir el partido a cuantos se echaron un día a un lado y hacer a partir de ahora una alternativa sólida al socialismo resonaron con fuerza y significado ante una militancia agarrada a un palo ardiendo en plena catarsis que le ayude a superar la vergüenza sufrida por el caótico espionaje entre bandos de la misma familia en Madrid.

Sánchez confía en un Feijóo menos refractario. Lo necesita ante la urgencia. Ahora bien, una aciaga racha económica y una recuperación del ánimo perdido en el PP de siempre podría comprometer en exceso al PSOE. No a Abascal, tan crecido que se ha puesto el listón de superar los 100 escaños en el Congreso. Quizá para evitarlo, sus rivales tengan que hacer uso de la receta que Rufián adelantó en el interminable pleno del pasado miércoles: "a la derecha y la ultraderecha solo se le para llenando la nevera a la gente".

De momento, solo con su humillante cesión ante Marruecos sobre el Sáhara, que sigue sin una explicación mínimamente convincente, se está viendo comprometido Sánchez. Tampoco parece que será suficiente para que le tiemble el pulso a la vista de la sucesión de agravios a los que asiste estoico. Ahí queda el último capricho del dictador Hassan II anulando la víspera la visita del ministro Albares y dejando sin cóctel a 1.500 invitados en Rabat. Tan denigrante como humillante resulta que su graciosa majestad deje al presidente socialista sin conocer cuándo se va a dignar recibirlo. En Unidas Podemos no digieren esta afrenta. A estos socios, relegados sin remisión, les puede quedar el consuelo de la victoria moral de Ione Belarra sobre Nadia Calviño: el precio del gas, a 30 euros.