una casa en mitad de la nada campestre. Normas, actividades. Cocinar, limpiar y jardinería. Charlas con monitores. Dormitorios con literas, pizza los viernes. Alejados de la familia y de los amigos, del ambiente que suele rodearles. Un paréntesis en la vida. Podría ser como un campamento de verano, pero para los adictos es un infierno dividido entre el mono de la droga, la ansiedad o los narcóticos.

Pablo (nombre ficticio) mantiene las mejillas hundidas, restos de una adicción pasada. María y cocaína, alcohol. Consumo y tráfico. Un cóctel peligroso de manejar y que a Pablo, con su detención en Pamplona, le explotó en la cara. El juez le propuso una opción para evitar la cárcel: un año en la comunidad terapéutica de Proyecto Hombre en Estella. Doce meses en la casa sustituyen seis años en la cárcel. Pablo eligió la redención.

Proyecto Hombre Navarra, una organización surgida bajo el paraguas de Cáritas Diocesana y que depende las subvenciones del Gobierno foral, se dedica a intentar librar de la droga a aquellos que hayan caído en la adicción. Hay distintas etapas y opciones, que dependen del nivel de adicción de los pacientes o de sus cargas familiares y profesionales. Gorka Moreno, director técnico de Proyecto Hombre, explica que en la primera fase, la de ambulatorio, el paciente acude semanalmente a sus citas organizadas con los terapeutas o los médicos encargados. Con la guía de estos profesionales, el paciente sigue un tratamiento que le permite mantener su vida normal, su familia y su trabajo.

Todo es privado y los 120 nombres que siguen actualmente este tratamiento tienen la máxima confidencialidad posible que ofrece el nivel de seguridad Alto. Esto es necesario, porque según Gorka Moreno, entre los pacientes, “hay gente de mucha relevancia social”. No menciona nombres. La Ley de Protección de Datos es estricta y los cubre a todos. “Ha pasado muchas veces que la Policía viene aquí preguntando si tal persona está o no en Proyecto Hombre”, comenta. “Dicen que tiene orden de busca y captura, por ejemplo. Pero para que yo diga sí o no tienen que traer una orden judicial”. Proyecto Hombre mantiene así esa seguridad y privacidad bajo la que muchos drogadictos preservan sus vidas, su familia y su trabajo hasta la rehabilitación.

Si este tratamiento ambulatorio no es suficiente, una segunda opción es la comunidad terapéutica, que muchos llaman la casa. Para entrar en este proyecto hay dos caminos: o hacerlo voluntariamente o con orden judicial, como fue el caso de Pablo. Para los que por voluntad propia deciden internarse en ella, es “el último recurso”, puntualiza la directora Itziar Garayoa, por lo que suelen estar “bastante deteriorados”, tanto físicamente como en el plano social y mental, con hábitos de vida desordenados y una forma de relacionarse muy desestructurada.

Lo primero, las normas: desde la prohibición de introducir cualquier tipo de sustancia en la casa hasta apagar la luz a las 11 de la noche. Desde no insultar y amenazar a compañeros hasta no meter las galletas en el café. Los usuarios pasan de levantarse cuando quieran, de comer cuando quieran, de mirar el aire y la nada o de los arrebatos de hiperactividad aleatorios a una rutina plagada de reglas. “Normas, normas, normas”, musita Pablo. La de no introducir drogas en la residencia es la más evidente, aunque hacen una excepción con el tabaco. En la comunidad terapéutica de Estella, el consumo de cigarrillos está regulado. Treinta al día durante el primer mes, veinte durante el segundo, diez en el tercero y los siguientes hasta cumplir con la estancia.

Durante la adicción a la droga, el consumidor desorganiza su vida, pierde las rutinas saludables y, como dice Pablo, “hace lo que le da la gana”. Por ese motivo, cuando el paciente llega a la comunidad terapéutica, las tablillas con las tareas que tienen que realizar y los horarios empiezan a ordenar sus días.

Empiezan con las tablillas. Despertarse, hacer la cama, ducharse, vestirse, lavarse los dientes, ir a desayunar... Un día, dos, tres semanas, un mes. El orden externo les acerca al orden interno. Empiezan con las tablillas y avanzan hasta aprender a respetar las normas, tomar conciencia del problema, adquirir habilidades sociales y quizá los más complejo: aprender a decir que no. “No” a las drogas que te ofrecen los amigos, “no” a una tentación que a corto plazo les promete placer o tranquilidad, una salida a los problemas. En la casa de Estella tienen que reeducar a hombres adultos. Garayoa admite que muchas veces es duro. Para los terapeutas, pero sobre todo para los usuarios. Cambiar hábitos es doloroso.

una convivencia difícil Unas 50 personas, adictas todas y muchas exdelincuentes, todos los días juntas, conviviendo y superando el mono de la droga, provoca no pocos roces. A Pablo lo echaron temporalmente. A mitad de la fase dos tuvo una pelea con otro interno. Insultos y amenazas. “Cuando salga de aquí te voy a matar”. Pasó un mes fuera de la casa, pero regresó a cumplir con los catorce meses que empezaron como condena y ahora eran de tratamiento. A la vuelta, el otro residente lo atacó con una de las azadas que utilizan los internos para arañarle a la tierra un huerto del que sacan pimientos, tomates y otras verduras. Pablo logró esquivarlo, y esta vez, al otro lo vieron los monitores.

Pero las peleas con otros internos no son los únicos roces en la convivencia. Pablo sonríe pícaro cuando recuerda a las mujeres. Cuando Pablo estaba en la casa Estella había unas ocho mujeres. La proporción actualmente es parecida, sobre un 24%, aunque el tipo de adicción es diferente. Según Moreno, los varones siguen siendo más numerosos entre los usuarios de todas las drogas, desde el alcohol al speed, excepto en psicofármacos automedicados, la única droga en la que hay más adictas.

Estos datos se mantienen estables desde hace una década, aunque el alcoholismo femenino está creciendo, especialmente en solitario y en su casa. Moreno explica que a la sociedad “le sigue pareciendo raro, como un estigma” que una mujer “se meta un sol y sombra” por la mañana, por lo que suelen hacerlo en casa, especialmente las mujeres que pasan mucho tiempo solas.

Mujeres y hombres comparten la casa de Proyecto Hombre en Estella. Pablo vuelve a sonreír. “Es inevitable”, comenta, que a veces se construyan relaciones, ya amorosas, ya simplemente sexuales. Aunque desde la dirección de la casa no las fomenten e incluso las traten de evitar. Si una pareja comenta su relación sentimental a los terapeutas, pronto se encargan de separarlos. Uno a San Sebastián, el otro a Zaragoza. En el caso de que sea meramente sexual, suelen optar por no decir nada. Así los encuentros se hacen clandestinos, por la noche y en silencio. Pablo explica que, si los terapeutas “pillan” a una pareja en la que alguno de los miembros esté casado, avisan al marido o esposa correspondiente. “Hay que tener en cuenta que, al menos en el caso de los que van voluntariamente, la esposa lo ha mandado ahí para que lo cuiden y mejore, por lo que tiene que saber cosas como esas”.

energía centrada en la curación Garayoa entiende “lo que puede parecer” esta política para los usuarios, pero explica que el tratamiento para dejar la drogadicción se convierte en “muy complicado” si no concentran toda su energía en la propia curación. Los celos, las peleas, el estar pendiente del otro, impiden el desarrollo normalizado de la terapia. Además, en el caso de la mujer, el tratamiento es específico. La drogadicción suele estar acompañada de palizas y maltrato, de dependencia del hombre, por lo que los terapeutas deben asumir además la labor de cambiar el estilo de vida de estas mujeres, algo complicado si están inmersas en una relación amorosa-sexual. “Por supuesto que hay relaciones sexuales, y desde aquí lo vivimos con impotencia”, explica Garayoa.

Para ella, lo ideal sería que ambos géneros vivieran en casas separadas, pero “con los recursos que hay, se hace lo que se puede”. La comunidad terapéutica se mantiene a duras penas gracias a las subvenciones que le otorga el convenio con Salud. El Gobierno de Navarra paga 64 euros al día por cada plaza, una cantidad que “no llega” para cubrir el coste total, que ascendería a 1.800 euros al mes. 1.800 euros por una casa, manutención, unos 10 terapeutas, médico y enfermera y un profesor para los pacientes. Cuando el usuario tiene familia, esta aporta los 240 euros mensuales que Salud no cubre. Si no hay familia ni nadie que se haga cargo, el déficit va en aumento”, concluye.