pamplona - Pablo empezó a consumir con 16 años. El círculo comienza rápido. Para consumir hay que comprar, y para comprar hay que tener dinero. Entonces, comenzó a vender, a traficar con maría, coca, heroína a veces. El de la droga es un mundo paralelo que coexiste con realidades cotidianas como ir al trabajo, llevar a los niños al cole, pagar el alquiler, salir de fiesta, caminar por la noche. Está ahí, desde trapicheos con orégano que pasan por maría a 500 gramos de caballo. En Pamplona, la droga que circula por las calles suele ser de mala calidad. “Si tiene un 3% de pureza es para tirar cohetes al aire”, se indigna Pablo. La pólvora está mojada, en general se trata de “pura mierda” cortada con yeso o tiza, y la explosión no se produce. Los precios han crecido en proporción inmersa. Nueve micras de heroína se venden a 20 euros, el gramo supera los 100. El de cocaína a 60, speed a 30. Un litro de ketamina, la anestesia para caballos, puede alcanzar los 10.000 euros.

Con la venta, Pablo comenzó a ganar dinero. “Pasta” para mantener pisos francos, guardaespaldas, un muy buen coche. Billetes en negro para pagar la coca que compraba en Sudamérica. Viajes a Colombia, arreglar el pedido, volver vacío e intachable para los perros del aeropuerto. La droga entraba por Galicia, por Algeciras, y llegaba a Pamplona. Las carreteras españolas eran las venas de la droga hasta el corazón pamplonés. Para evitar controles y hocicos inoportunos, los transportes y viajes se hacían en tres coches. Uno con el paquete y dos “coches lanzadera”, delante y detrás, que avisaban de posibles controles. Policías en la vereda, una llamada perdida y el coche con la droga se detenía en el andén o área de servicio hasta que el camino estuviera despejado. Así hasta Pamplona, donde se distribuía.

Cocaína con marihuana. En vena, cocaína y heroína, que “te sube y te baja”. Diversos cócteles para llegar al éxtasis de las drogas. Uno bastante popular es el basuko, o pipa de agua, con la que se absorbe la cocaína más pura, filtrada con amoniaco, directa a los pulmones.

La Policía Nacional, la Guardia Civil y la Policía Foral, en el otro bando, investigan y se encargan de las detenciones relacionadas con el mundo de la droga. Interceptan un cargamento, se incautan de kilos de coca, maría, dinero. “A veces la policía se queda el dinero y esa droga la vende, para pagar a los chivatos”, cuenta Pablo, sonriendo como si dijera algo obvio. Así pillaron a Pablo y así acabó en Estella.

El primer mes en la comunidad terapéutica “fue terrible”, atiborrado de sedantes para evitar que el mono y la paranoia lo volvieran violento. Poco a poco fue recobrando la conciencia, limpiando su organismo y desenredando su mente hasta que consiguió librarse de la medicación que le prescribían en la comunidad terapéutica.

Según Iztiar Garayoa, directora de la comunidad terapéutica, el cambio hacia la recuperación suele darse cuando el usuario toma conciencia de lo que les ha hecho el llevar este estilo de vida. Para ella, la culpabilidad es un factor muy motivador, así como la relación con el grupo. Pero no todos aceptan la búsqueda de una salida. Durante los primeros meses, Pablo no tomó en serio el tratamiento, se encerró en sí mismo ante los terapeutas y su actitud era rebelde “y pasota”.

Sin embargo, llegó un momento en el que Pablo dijo basta. Comprendió que hiciera lo que hiciese tendría que permanecer en la casa de Proyecto Hombre. Eso o la cárcel. Y entonces cambió su mentalidad. Podía permanecer pasivamente, o “aprovechar el tiempo”. “¿Qué iba a hacer si no? Para eso aprovecho, miro y pruebo a ver si lo consigo”. A partir de ahí, el tratamiento se hizo más útil, y por ello, al encontrarle un sentido, su vida en la casa se hizo más sencilla. Los terapeutas tienen que encontrar el delicado equilibrio, la puerta de acceso a los sentimientos, pensamientos e intimidades de estas personas. Tienen que forzarles a decir cosas que uno no se diría ni a sí mismos. “Eso es un arte”, sonríe Garayoa. Deben conocer a la persona, entenderla, y desde ahí, ya se puede intervenir. Es un don, pero también la práctica. Esa balanza con los límites, ni poner demasiados, ni eliminarlos. “Si no pones límites ni mantienes tu intimidad estás perdido, se te suben a la cabeza”. Pero si el “no” está siempre en los labios, no se logra el clima de confianza necesario.

A veces hay que transigir, dejar pasar cosas y mirar para otro lado. En alguna sesión con el terapeuta, Pablo tenía que hablarle a una silla. El paciente debe imaginar que es una persona, o que es un diario, y contarle a ella lo que siente y le pasa. “Era como un teatro, pero servía para sacarlo todo”. El trabajo de terapeuta a veces es ingrato, y no siempre los que salen rehabilitados de Proyecto Hombre guardan cariño a los que les trataron. “Es mucho tiempo, y muchas normas”. A veces se sienten tratados como niños. “Son tratamientos largos, cansados e intensos”, comenta Garayoa, y añade que los que vienen por presión judicial, -como es el caso de Pablo-, “tienen más problemas para colaborar”, y a veces es imposible que la recuperación sea una motivación personal. Pero la mayoría de los internos ve perfectamente la implicación de los terapeutas. “Estamos en Estella casi más horas que en casa”. Aunque con otros sí que se logra forjar una relación. Garayoa ríe, casi salta de emoción, y abraza a un exinterno que viene a visitarlos y comer con ellos, y Pablo sigue saludando a sus terapeutas favoritos por la calle. Se para y se ponen al día. El terapeuta le pregunta cómo sigue, si ha caído, niega con la cabeza o asiente comprensivo.

Pablo lleva meses sin drogarse. Ni maría, ni cocaína. “Una fiesta sí que me he pegado buena, pero nada más. No he vuelto a caer”. Mientras habla en un café, con la noche ya a su espaldas, se acerca un hombre renqueante a la mesa. Ropa raída, triste y desanimada. Como si el aire pesara y tirara hacia abajo de las puntas a su chaqueta, de su camiseta, de sus pantalones, de las comisuras de sus labios. Una botella de vino, los ojos un poco idos. “¿Qué tal?”, “Bien, aquí”, “¿Quieres un poco?”, él agita la botella, apenas queda medio sorbo. “No gracias, ya no bebo”. Se despiden, el anciano se aleja. “Él es adicto a la bebida”, dice Pablo. Sus ojos están tristes. “Es muy difícil salir. Muchos caen de nuevo”. Sin embargo, él no lo ha hecho. Está “limpio”, como dice. Hasta el olor de la marihuana le molesta. Y no lo cambiaría. “Trapichear me daba mucho dinero, muchas facilidades. Pero prefiero esto. Es mejor estar libre”. - A.A.