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Sáhara: vidas de arena y lucha

La asociación ANAS organiza un viaje a los campamentos de refugiados de Tinduf coincidiendo con la reunión del Frente Polisario y el Gobierno marroquí después de 6 años sin relaciones.

Sáhara: vidas de arena y lucha

Hada Lehbib prepara el té. Un rito habitual que los saharauis realizan varias veces al día como motivo de encuentro familiar o con amigos. Entre tanto, su hermano Ayoub curiosea el teléfono móvil. Viste una darrá, una prenda masculina saharaui cada vez menos presente en la vestimenta de los jóvenes de los campamentos de refugiados de Tinduf, una región situada en la esquina oeste de Argelia. Bloquea el aparato y se cubre con una manta. El sol se va escondiendo y da paso a la fría noche de la hamada, un paisaje pedregoso del desierto donde están asentados los saharauis.

Mientras Hada calienta el agua, Ayoub se hace eco de la reciente reunión que ha tenido lugar en Ginebra entre el Gobierno de Marruecos y el Frente Polisario tras más de seis años sin relaciones. Los marroquíes adelantaron que siguen sin querer saber nada de un referéndum de autodeterminación, una pretensión que el pueblo saharaui lleva reclamando desde hace décadas, mientras tratan de sobrevivir en su exilio en Argelia. Hada, que ya está haciendo espuma para adornar los vasos del té, respira con resignación, consciente de que las esperanzas de volver a sus casas en el Sáhara Occidental se van apagando cada día que pasan en el desierto entre paredes de adobe y techos de hojalata en la wilaya (campamento) de Auserd.

Allí, todo tiene aires de provisionalidad, de corto plazo, como si el día en el que recojan sus tiendas y sus pertenencias para volver a su tierra les esté esperando a la vuelta de la esquina. Pero la realidad es mucho más cruel y cerca de 200.000 saharauis llevan cuarenta años en condición de refugiados después de que el Ejército marroquí invadiese su territorio con la complicidad española. “La única posibilidad de volver al Sáhara es admitiendo que somos marroquíes, pero estaremos toda la vida así antes que claudicar”, apunta Hada. No obstante, el hartazgo y las miserables condiciones de vida en las que vive el pueblo saharaui hace que muchos sectores, sobre todo de la juventud, quieran pasar a la acción. Ansían acabar con el sometimiento de Marruecos, unas posiciones que son controladas por los más mayores, que apuestan por conseguir la autodeterminación por vías pacíficas.

Cerca de la casa de Hada y Ayoub -sin salir de Lagüera, una de las dairas (pueblos) de Auserd- está asentada la jaima de la familia del joven Jatri Salek, entre las ruinas de muchas otras moradas que fueron destruidas tras las inundaciones de 2015. Jatri acaba de alcanzar la mayoría de edad pero le ha tocado madurar rápido y ya le ronda en la cabeza la idea de casarse, aunque de momento no tiene pareja. La puerta de su casa siempre está abierta, algo habitual en los campamentos pero que en su caso destaca por el constante ir y venir de gente que sale y entra de la jaima, dando vida a la monotonía que se respira en esa parte del desierto.

Nada más descalzarse para entrar en su casa invade un fuerte aroma a incienso, que se entremezcla con el olor a la colonia con la que la hermana de Jatri rocía a los invitados. Dos métodos bastante efectivos para mantener a raya los malos olores, fruto del calor desértico y de la escasez de agua para el aseo.

En Lagüera todos se conocen, y muchos tienen algún tipo de parentesco entre ellos. Jatri es una de las caras más conocidas del poblado, pero su mente inquieta mira al horizonte queriendo ver más allá de la fina línea en la que se unen el cielo y la arena. Cada cierto tiempo, el joven saharaui se traslada a la abadía, la zona liberada del Sáhara Occidental, donde se dedica a buscar piedras de meteoritos caídos del cielo hace millones de años para después venderlos a coleccionistas, comerciantes o científicos. “En los campamentos prácticamente no hay trabajo y me dedico a esto para ayudar a la familia”, reconoce Jatri. No obstante, consciente de que la situación política de su pueblo se dilatará en el tiempo, ve en la salida a Europa una oportunidad para lograr una vida mejor: “Quiero conseguir el visado para poder ir a España. Allí hay mucho cultivo y podría trabajar en el campo”.

las mujeres

El motor del Sáhara

Auserd es una de las cinco wilayas que conforman los campamentos de Tinduf. Al norte está El Aaiún y al sur están Smara y más alejado Dajla. La última wilaya es 27 de febrero, que en un inicio nació como escuela de mujeres. Todos los campamentos están asentados sobre un terreno seco e incultivable, donde tan solo se dejan ver rebaños de cabras y algunos dromedarios que se alimentan de los restos de basura y plástico que decoran las afueras de las poblaciones. “Casi todas las familias tenemos rebaños de cabras, pero alimentarlas es complicado teniendo en cuenta que nosotros comemos gracias a la ayuda exterior, comenta Boika Lwali mientras observa como uno de sus pequeños chivos pelea por masticar un trozo de tela antes de volver a casa para hacer la cena para los once miembros de su familia.

Entre ella y su hermana mayor se alternan días pares e impares en la oscura y pequeña cocina de su casa. A sus 18 años, pasar el día entre fogones no es su mayor hobby, pero la estructura social, cultural y religiosa todavía pesa mucho en los campamentos saharauis y en el ámbito familiar la mujer está relegada a las tareas del hogar. Los cabezas de familia son los hombres y aunque saben cocinar perfectamente, cuando hay mujeres en casa cocer el arroz y asar el pollo son tareas destinadas a las mujeres, algo que asumen con normalidad.

Mientras deja calentando el arroz, Boika clava el cuchillo en el pollo para despellejarlo. La cena será un festín, pues la carne de este ave está muy cotizada en el desierto. El ambiente de la cocina comienza a calentarse y a Boika le recorren la cara varias gotas de sudor. La melhfa que lleva puesta no ayuda mucho a transpirar en ese habitáculo tan pequeño. La prenda le cubre la cabeza y baja como una especie de manto hasta los pies, pero no se la quita ni un instante puesto que los hombres están en casa y no estaría nada bien visto que una mujer no llevase la melhfa en presencia de varones. Aunque sea en su propia casa.

Sin embargo, pese al lastre de las costumbres, las mujeres saharauis son las que sostienen la mayor parte del peso de la vida administrativa, social y familiar de los campamentos. Son mayoría, puesto que muchos hombres se encuentran movilizados en las zonas liberadas o estudiando en el extranjero. Además, tras la invasión marroquí a mediados de los 70, los saharauis huyeron al desierto dejando todo atrás. Mientras los hombres combatían, las que no se echaron también el fusil al hombro, pusieron los primeros pilares de los asentamientos que hoy albergan a miles de personas.

‘vacaciones en paz’

Oasis para los niños del desierto

Lala Salem es ya una mujer, aunque por debajo de su melhfa todavía se esconda una niña. Tiene 13 años y también vive en la wilaya de Auserd, junto a una pequeña colina de piedra y arena desde la que se ve cómo el desierto se pierde por los cuatro costados. Todavía no ha madurado lo suficiente, pero a ojos del resto de sus vecinos ya es una mujer desde que viste la melhfa. Se la pone todos los días y lo hace porque es su cultura, su religión, pero cuando se viste no puede evitar recordar los veranos en los que corría en shorts vaqueros y camiseta de tirantes por Berriozar. Aquellos meses veraniegos que pasó en casa de Olatz y Amaia Lakarta, dos jóvenes que acogieron a Lala tres años dentro del programa Vacacionesenpaz de la Asociación Navarra de Amigos del Sáhara (ANAS), y que ahora han acudido a visitarla una semana a los campamentos. Y es que Lala está encerrada en Auserd. No tiene posibilidad de venir a Navarra y la única forma que tienen de verse es en los viajes anuales que organiza la asociación.

Sentadas en la alfombra, mientras esperan a que les sirvan el té, recuerdan cómo fue la primera vez que Lala viajó a Berriozar. “Estaba cansada y nerviosa pero enseguida se adaptó a la vida aquí”, recuerda Olatz. La piscina era su perdición, pasaba horas debajo del agua hasta que los dedos ya no se le podían arrugar más. Algo que ahora rememora con nostalgia cada vez que los camiones cisterna llegan a su casa para darles únicamente el agua imprescindible para sobrevivir. “Se pasaba horas debajo de la ducha”, comenta Olatz. A Lala le parecía un auténtico lujo al no haber tenido nunca agua caliente en su casa de Auserd. “Lo que no le gustaba al principio eran algunas comidas, como el puré. Son texturas que ellos no tienen y se le hizo raro”, señala, aunque Lala matiza que en sus viajes a Berriozar fue donde descubrió su pasión por el chocolate.

La nostalgia de la joven saharaui se acentúa todavía más ahora que sabe que este verano no volverá a su hogar en Berriozar, por haber sobrepasado la edad máxima para entrar en el programa, aquel que la dejó boquiabierta la primera vez que puso un pie en él. Este verano lo pasará bajo las altas temperaturas del desierto junto a su familia, mientras aprende inglés en la escuela para cumplir su sueño: poder estudiar en Argel y después volar a Navarra.