- Juan Mari no es un nombre ficticio, es su nombre real. Un joven de Berriozar de 31 años, con diez años cotizados como carnicero, con un entorno familiar sólido y con una asombrosa soltura para mantener una conversación madura y sincera. Sin embargo, tiene un punto débil que hace que su vida se desmorone en un segundo: su adicción a la droga.

Consume droga desde los catorce años y es la cuarta vez que ingresa en el Centro de Atención a las Adicciones de Larraingoa. "Entré el 23 de diciembre de 2021. Pedí que me dejaran entrar porque, si no, me iba a morir o iba a acabar en la cárcel por peleas o por ir drogado con el coche", asegura.

Desde los 12 hasta los 21 años ha recorrido un buen número de internados y centros para menores y tiene a sus espaldas delitos contra la Salud Pública por tráfico de drogas, fugas con el coche, robos con fuerza y violencia; todo ello -dice- condicionado por su adicción. Comenzó por sentirse "guay y para que me acogieran" consumiendo disolvente, porros y alcohol, hasta acabar con drogas más destructivas como la cocaína o la ketamina.

Tras su segundo ingreso en Larraingoa, logró permanecer dos años sin consumir. En ese tiempo, seguía trabajando en una carnicería, le dio por hacer deporte, se sacó el carnet de conducir, incluso consiguió no usar la droga como vía de escape cuando se murió su abuela. "Pero ahí tuve un error: me propuse controlar el consumo y empecé a drogarme cada dos meses. Al principio se me hacía un nudo en el estómago y no quería drogarme, pero luego pasé a meterme todos los días", reconoce.

Esta vez, ha ingresado con el deseo de que sea la definitiva. "Yo aquí he venido a parar el consumo, porque en la calle no podía. Pero he venido a conocer mi persona. De pequeño tuve problemas por ser gordo. Me insultaban y me hacían bullying. Eso me ha llevado a ser agresivo e impulsivo y a hacer daño para conseguir lo que quiero", expresa.

Por eso, está decidido a hacer una reflexión muy personal. "Vengo a conocerme más, a quererme más, a cambiar mis pensamientos extremos e irracionales, que son los que me llevan al consumo, y a ser independiente", destaca. Porque si algo tiene claro es que él tiene la clave para curarse. "Me pierde el consumo. Me destruye a mí y todo lo que tengo alrededor, y, aún sabiéndolo, siempre tengo esa pequeña esperanza de querer consumir. Ésa es la enfermedad, para mí una de las más duras porque mi tratamiento soy yo y la última palabra, la tengo yo", admite el joven.

En Larraingoa, Juan Mari se siente cómodo y seguro. Tiene un vínculo estrecho con los educadores y siente que le tienen cariño. En efecto, guarda como paño en oro en su habitación una taza que le regalaron con el lema "1 año= 365 oportunidades", algo que le hace luchar día a día. "Soy una persona extrovertida, me río mucho, pero también voy mucho a mi aire. Me gusta estar en el gimnasio, ir a jugar a frontenis, darme mis paseos y hacer talla de madera", asevera.

De esta cuarta experiencia, espera "salir limpio". No quiere terminar como otras personas mayores que ha visto a su paso por Larraingoa, con hijos e hijas, separadas, con la dentadura deteriorada y sin trabajo. "Tengo 31 años y aún estoy a tiempo de dejar el consumo. Me gustaría formar una familia, me gusta cuidarme y verme bien, soy bueno en el trabajo y mi familia está unida", apostilla.

Sin embargo, no deja de ser consciente de que tiene una enfermedad. "Cuando me drogo, busco ponerme ciego rápido y esos primeros minutos me dan mucha gratificación. Sé que no tiene nada bueno porque acabo perdiendo la familia, la pareja, el trabajo, puedo entrar en prisión o morir de sobredosis; pero le doy mucho valor a esas pequeñas neuronas que alimento y acabo desvalorizando todo lo que pierdo", concluye.

"Pedí que me dejaran entrar en Larraingoa porque, si no, me iba a morir o iba a acabar en la cárcel"

Paciente interno en Antox