Durante su infancia, Antonio Oroz, vecino de Paternáin nacido en el año 1941, conoció de sus padres y de sus abuelos cuál debía de ser la localización de los fusilados que habían sido apilados en las fosas de Paternáin: “¿Ves ese agujero o rajón que se puede ver en la tierra? Ahí los fusilaron, y los cuerpos al descomponerse han terminado por bajar la tierra”, le contaban.

Su abuela le explicó asimismo que “cuando venían a pegar tiros, todo el mundo se escapaba o se ocultaba en sus casas por el miedo”. “Un día entraron en casa de mi abuela y le obligaron a hacerles la comida; ella se negó después de lo que habían hecho en la fosa, pero la amenazaron con fusilarla y se vio obligada a darles de comer”, añadió. “Mi abuela, que lo pasó tan mal en ese momento, lloraba al ir al lugar de las fosas y pensar en lo que se había hecho ahí, y también porque no podía soportar lo que había sufrido”, detalló.

El recuerdo de relatos como este se le quedó “tan grabado” que mantuvo siempre en la mente la que tenía que ser la ubicación de aquellas fosas. Pero por otro lado, los habitantes de la localidad nunca pudieron llegar a saber “quiénes fueron las personas asesinadas en ese lugar, ni de dónde venían exactamente, ni tampoco en qué fecha exacta se les mató”. Lo único que estaba claro es que tuvo que haber sucedido después del golpe de 1936. Además, “por largo tiempo había que quedarse callado respecto a este tema por miedo a las represalias que se podían sufrir si a alguno se le escapaba la lengua”.

Respecto al hallazgo de los cuerpos, en un principio “se veía la marca del sitio donde debían estar los cuerpos”. Antes “se usaban animales para cultivar y llevar a cabo las labores del campo y estos no movían apenas la tierra; pero hace unos sesenta años aparecieron los tractores y entonces se destapó todo”. El suyo fue uno de los testimonios que ayudaron a encontrar las tres fosas de Paternáin encontradas por ahora, los cuales albergan diez cadáveres.