Izaskun Arriarán es enfermera y una veterana en los rescates del Aita Mari. Esta alavesa de Aramaio pudo volver a su casa nada más acabar la misión y desde allí nos cuenta algunas de las historias que ha vivido. “Hemos vuelto a ser testigos de los malos tratos que sufre la gente que huye de sus países, sobre todo de los subsaharianos que llegan a Libia con el objetivo de embarcarse en el peligroso viaje hacia su sueño: llegar a Europa en busca de una mejor calidad de vida”, cuenta.

“En esta última misión hemos escuchado historias de malos tratos, palizas múltiples o quemaduras con agua caliente por parte de policías o milicias, que sirven para extorsionar a las familias de quienes migran a cambio de rescates”.

“Un chico nos contó cómo su compañero murió junto a él en un centro de detención (una especie de cárceles situadas en Libia donde detienen a los migrantes a pesar de no cometer delito alguno) debido al hambre y la sed”. “Son lugares de hacinamiento, sin luz, donde les dan un poco de agua cada día y algo de pan de vez en cuando”, cuenta la enfermera.

EL CONTROL DE LAS MAFIAS

Algunos jóvenes también hablaron de las mafias que controlan las precarias embarcaciones que intentan llegar a Europa. “Nos contaron que la relación con ellas suele ser vía telefónica pero que cuando varios chicos llegaron hasta una de las barcas y montaron, aparecieron unas personas que los golpearon, los sacaron de allí y volvieron a pedirles los mil y pico o dos mil euros que suelen pagarse por realizar ese viaje”.

Al sufrimiento de estas personas hay que añadir la generalizada violencia sexual contra las mujeres. “Varias mujeres nos relataron cómo habían sido violadas en repetidas ocasiones en el transcurso de su viaje hasta llegar a Libia. Algunas fueron abandonadas en la cuneta de una carretera y violadas nuevamente al día siguiente por la policía que fue a buscarles”. Pero allí no acabó su infierno. “La policía las llevó a un centro de detención donde fueron drogadas y posteriormente abusadas en repetidas ocasiones”.

En esta octava misión de Aita Mari se han producido cuatro rescates y aunque todos son siempre complicados, Izaskun Arriarán recuerda con especial angustia el segundo. “Fue muy duro e impactante para la tripulación. En todas las charlas y coloquios de sensibilización que hacemos, solemos decir que la gente prefiere morir en el mar que volver a Libia pero nunca nos había tocado verlo en primera persona”, recuerda.

En este rescate, los guardacostas libios se adelantaron al barco de rescate y cuando éste llegó, 17 personas se lanzaron al agua escapando de los libios comenzando un rescate tenso y peligroso. “Teníamos a tres personas en situación bastante crítica en cubierta, habían llegado nadando y estaban exhaustas. Cuando les estábamos atendiendo, quitándoles la ropa e intentando tranquilizarles, trajeron a un chico inconsciente: Hamsa, de tan solo 15 años”. “El chaval”, dice Arriarán, “nadó una distancia importante, en medio de una situación muy estresante y llegaba agotado. Lo habían rescatado cuando ya estaba bajo el agua. Lo metimos rápidamente en enfermería, venía en hipotermia y conseguimos ir reanimándolo poco a poco”. Pero de manera “sorprendente”, Hamsa volvió a empeorar, “había sospecha de que pudiera haber agua en el pulmón”, rememora. Por si todo esto fuera poco y debido a la situación, el oxígeno se agotó. “Tenemos que agradecer al barco de rescate Sea Watch, que se encontraba en la zona, que se acercara y nos diera dos botellas de oxígeno”. Esto, junto a otra medicación, hizo que el joven mejorara progresivamente hasta que fue evacuado a un hospital.

A la alavesa también le impactó ver cómo rescataban a Soukayna, una mujer libia que viajaba con sus tres hijos, uno de ellos con autismo. “Los niños tenían entre 3 y 6 años más o menos. La mujer huía de su marido, que la había amenazado de muerte”. La enfermera recuerda que “la estancia en el barco fue difícil para ellos, niños tan pequeños durante nueve días en un espacio tan reducido y con gente de tantas nacionalidades y culturas distintas”.

A pesar de ello, Soukayna no se quejaba, “decía que para los niños no era tan extraño convivir en un espacio tan pequeño y estar juntos ya que, en casa, por miedo a que el marido les pudiese hacer algo, prácticamente no salían de la habitación”. Soukayna, además, hizo de traductora en numerosas ocasiones alrededor de conflictos y tensiones que se han vivido. “Hay que tener en cuenta que después de meses o años sufriendo todo tipo de vulneraciones de derechos y tras jugarse la vida en el mar, hubo personas que estuvieron nueve días esperando puerto. Y ahí aparece el miedo a ser devueltos a Libia, el no entender que no nos den puerto a pesar de que veamos tierra desde el barco”.

“Es un sufrimiento innecesario al que se somete a estas personas que han pasado por experiencias muy traumáticas en sus viajes. Y eso genera tensiones en el barco y los gobiernos lo saben. En nuestro caso, algunas personas se negaron a comer en una ocasión y otras dos se lanzaron al agua porque no aguantaban más. Hubo más momentos complicados y, por cierto, Soukayna estuvo mediando en todos, pero tanto ella, como sus hijos y el resto de niños que viajaban tuvieron que sufrir situaciones muy tensas.

UN VIAJE DE DOS O TRES AÑOS

Arriarán prefiere quedarse con los agradecimientos de muchos de ellos, como los de los eritreos, chavales de entre 14 y 16 años, que son obligados a ser soldados a los 16 años. “La mayoría huyen a los 12 años solos y su viaje dura dos o tres años, incluyendo estancias durísimas en Libia. Fueron muy, muy agradecidos. Tenían mucha hambre, no habían comido durante tres días a la deriva. Sorprende que tengan que partir de sus casas tan jóvenes para hacer un recorrido tan duro y peligroso”.

Finalmente, la enfermera y una de las responsables de misión agradece el trabajo realizado por toda la tripulación, “que hizo una excelente labor de coordinación, de equipo y de mantener la calma en cada una de las complicadas situaciones que vivimos”.