El empresario Juan González dio el pelotazo de su vida con la venta de su empresa familiar en 2008 a un potente grupo industrial. Su familia recibió de la venta más de nueve millones de euros y él unos cuatro. Toda una fortuna la de este hombre, que prefiere no dar su identidad real, que al poco tiempo se esfumó sin que lo supiera hasta mucho después, endeudándose más por el camino. Resulta que el cliente J.G., de origen riojano y asentado en Navarra desde que empezó a trabajar, cometió el error de su vida al firmar dos Contratos Financieros Atípicos (CFA) en el año 2008, cresta de la ola de los productos tóxicos y el pelotazo bancario. Se trata de uno de tantos productos financieros complejos, de alto riesgo, que en este caso dependían de la evolución bursátil de distintas acciones. 

Pensando que se metía en un producto en el que no arriesgaba lo invertido (sólo la rentabilidad) J.G., mediante la firma de dos folios se embarcó en una apuesta ciega e irreversible contra el propio banco, vinculada nada menos que a la evolución de sus propias acciones. Básicamente el cliente compraba dos tipos de acciones al precio de la fecha de compra (las del Popular valían unos 25 euros) y recuperaba o bien mucho más dinero que el invertido (si en 4 fechas concretas de sucesivos años las dos acciones de referencia habían subido respecto al precio inicial) o bien perdía mucho o casi todo (si ambas no habían subido de precio en la última fecha pasados 5 años) recuperando el mismo número de acciones compradas pero a precio futuro muy inferior (al cancelarse las acciones valían unos 4 euros). En definitiva, el cliente ganaba sólo en un escenario y el banco en todos los demás y además jugaba con las cartas marcadas, al contar con infinidad de instrumentos e información sobre la evolución bursátil de esas acciones de referencia. 

Un producto tóxico

El empresario navarro creía que lo que contrataba era un producto en el que la inversión estaba segura –en primer lugar invirtió 3,5 millones de euros y en el segundo caso otro millón–, al ser uno de los casos en los que un consumidor más ha invertido nunca en productos semejantes. Finalmente y más de 10 años después de haberlo perdido casi todo, el Supremo ha ratificado tanto la sentencia del Juzgado de 1ª Instancia 5 de Pamplona dictó a su favor como la Sección Tercera de la Audiencia navarra que la confirmó, donde quedaba claro que la entidad “no prestó al demandante una información completa y veraz sobre la verdadera naturaleza y alcance del producto y sobre sus verdaderos riesgos”. Llega así el fin de su calvario.

Tal operación acabó llevando a la ruina al empresario puesto que por un lado todo lo invertido acabó convertido en acciones del Banco Popular, BBVA y Telefónica depauperadas respecto a su valor inicial. En definitiva, de los 4.5 millones iniciales “recuperó” 700.000 euros en acciones. 

No tenía formación económica

Conviene recordar que Banco Popular, entidad condenada por este caso, fue vendida por un euro al Banco Santander en el año 2017. Resulta que el cliente en cuestión, sin otra formación que el graduado escolar y que carecía de cualquier conocimiento específico económico-financiero, siendo un consumidor minorista, con una experiencia nula en inversiones, salvo las típicas acciones de bolsa, quedó atrapado en un bucle que no sólo se llevó por delante su patrimonio sino que hizo que sin ninguna necesidad previa, J.G. se endeudase mucho más, en la creencia de que seguía siendo rico. 

El Banco Popular estaba interesado en captar del empresario todo el patrimonio que iba a cobrar en el año 2008. Llevaba trabajando toda la vida con dicha entidad y el banco le “diseñó” y ofreció un plan, aparentemente reservado para clientes VIP, para invertir los millones cobrados al vender la empresa. Así, en 2008, en la oficina de Noáin preparó y firmó dos contratos con J.G. y desató una cadena de despropósitos. 

El consumidor, al que ha defendido en este caso Zubiri&Zudaire Abogados (Z&Z), contrataba de esta forma un producto del propio Banco Popular, que contaba con su total garantía y cuya rentabilidad dependía de la subida o bajada de las acciones del mismo Popular, del BBVA y Telefónica en el segundo. “El único riesgo del producto consistía en recibir una mayor o menor rentabilidad, pero jamás se le dijo que podía perder parte o el total del principal depositado”, recuerda su abogado Daniel Zubiri. Y lo perdió todo, no ya al final, que desde luego, pero virtualmente desde los pocos meses de firmar el contrato. Todo ello sin tener J.G. la menor idea hasta el desenlace. 

Le arruinó 5 años sin saberlo

Durante los cinco años que tardó en liquidarse el contrato, conforme al “mecanismo diseñado” para captar todos sus fondos, el Banco Popular fue contratando con J.G. créditos hipotecarios por varios cientos de miles de euros, para sufragar el ritmo de vida de éste. Al creer que seguía con liquidez, J.G. siguió manteniendo su tren de vida, hasta que al liquidarse el contrato se dio de bruces con su paupérrima situación. Resulta que no sólo había perdido la mayor parte de lo invertido que no podía tocar durante los cinco años de duración del contrato no cancelable (mal llamado auto-cancelable) sino que debía al banco millones de euros por los préstamos que éste le había concedido, teóricamente a tipos mucho más ventajosos de los que se le habían prometido. Para colmo los poco menos de 700.000 euros en acciones que recuperó de los dos CFA quedaron bloqueados e indisponibles para garantizar dichos préstamos, a los que sin dinero ni recursos (J.G. estaba sin empleo) no podía hacer frente. Sin recursos, salud ni ánimo, el Sr. J.G. se embarcó en un via crucis judicial, que afortunadamente 10 años después ha tocado a su fin devolviéndole definitivamente a la vida.

Desconocía lo que contrataba

La sentencia del TSJN ya advertía de que “el posible error en el consentimiento no deriva de la ausencia de realización de los test, sino del desconocimiento real y efectivo por parte del cliente de qué era lo que estaba en realidad contratando”. Y concluyó la Sala que “la entidad bancaria no prestó al demandante una información completa y veraz sobre la verdadera naturaleza y alcance del producto y sobre sus verdaderos riesgos, resultando ello generador del desconocimiento del cliente”.

La resolución analizó la testifical de los testigos empleados del Banco Popular que “no lleva a concluir que se hubiese prestado al demandante una información completa, pues no consta con certeza que se hubiese explicado el componente especulativo, que conforma el núcleo esencial del contrato, ajeno y muy distinto a la mera fluctuación de acciones en Bolsa, como tampoco las gravosas consecuencias materiales en caso de minoración de uno de los activos por debajo del 65% de su valor inicial”.

La documentación no es suficiente

Igualmente, la sentencia afirma que “tampoco puede advertirse la prestación de una información suficiente y completa con la documentación entregada al cliente. La realidad es que la mera lectura de los documentos contractuales y los documentos informativos se presenta como un mecanismo manifiestamente insuficiente e inidóneo, por sí solo, para suministrar al cliente bancario minorista una información rigurosa y correcta respecto de las características, condicionantes y riesgos del producto, dado que se trata de documentos cargados de conceptos bancarios y financieros, donde se describe el producto en terminología bancaria, de difícil comprensión general”, reza el tribunal. 

En definitiva, producto semejante jamás debía haberse ofertado en el mercado, mucho menos a un consumidor medio como J.G. pues nadie que hubiera realmente comprendido el producto y sus riesgos lo habría comprado jamás, esa es la mejor prueba del error… o del engaño.