Al principio, las empresas se preocupaban por la luz, el agua y los balances trimestrales, mientras que la salud mental de quienes sostenían esas cuentas era un asunto privado del que no hacerse responsable, de ahí que muchas veces se invisibilizara y se ocultara debajo de la alfombra junto a las tazas de café frío. Pero la alfombra ya no da más de sí y el estrés, la ansiedad y el agotamiento emocional (burn out) por fin forman parte de la conversación pública con tal contundencia que cualquier estrategia de responsabilidad social corporativa que ignore esta circunstancia se queda gravitando en el pasado.
En especial, ahora que se sabe que en 2024 se registraron 671.618 situaciones de incapacidad temporal por trastornos mentales y del comportamiento en el Estado español, lo que supone un incremento del 136% con respecto a las registradas en 2016. En el caso de Navarra, en 2023 se tramitaron 10.132 bajas por problemas relacionados con la salud mental. De esta forma, las empresas se han hecho responsables de esta problemática y procuran cuidar el ecosistema emocional de los empleados, ya que saben que, si se descuida, puede generar graves problemas y contaminarlo todo.
Con la postpandemia el bienestar emocional pasó a convertirse en un asunto estratégico, de manera que aquellas empresas que quieran ser competitivas tienen que construir entornos psicológicamente sostenibles. De este cambio se deriva un principio que las empresas están aprendiendo a la fuerza: la motivación no se improvisa y la salud emocional no se negocia. Integrar la salud mental en la RSC no significa ofrecer un parche sintético a un problema orgánico, sino comprender que el rendimiento colectivo depende de la capacidad de la empresa para reducir tensiones, ordenar expectativas y crear un clima que no convierta cada lunes en un examen infinito.
La desconexión que repara
El primer frente de batalla es la desconexión digital. No como campaña puntual ni como recordatorio simpático en una newsletter interna, sino como una política real, con estructura, límites y compromiso. Las compañías empiezan a entender que la jornada no puede expandirse como una mancha de tinta que lo invade todo.
Limitar correos fuera de horario, regular emergencias, definir tiempos de descanso y asegurar la previsibilidad son ya decisiones estratégicas, no meros gestos amables.
Cartografiar el estrés
Junto a la desconexión, emerge otra tendencia: la revisión de cargas de trabajo como si fueran un territorio que conviene explorar con mapas y brújulas. Cada departamento se convierte en un pequeño ecosistema donde el exceso, la descoordinación o la falta de recursos producen una tormenta emocional que, tarde o temprano, pasa factura. Las empresas que se toman en serio la responsabilidad social empiezan a medir estos climas internos con herramientas más cercanas a la meteorología que a la contabilidad: diagnósticos de riesgo psicosocial, auditorías internas, análisis de flujos y metodologías que permitan identificar qué engranajes chirrían antes de que se rompan.
Jefes formados
La figura del jefe vive también una transformación propia. Ya no basta con saber coordinar tareas o cerrar proyectos, ahora se les exige manejar habilidades emocionales, detectar señales de saturación, gestionar conflictos con delicadeza y liderar sin reproducir viejos patrones de desgaste. Muchas empresas están formando a sus mandos intermedios conscientes de que ellos son los guardianes del clima laboral. Una RSC que integra salud mental no puede prescindir de este eslabón: es ahí donde se produce la temperatura real del día a día, donde se decide si un equipo se desgasta o si, por el contrario, florece.
Programas que acompañan
Otra pieza clave del nuevo enfoque son los programas de acompañamiento psicológico. Empresas de distintos tamaños recurren a servicios externos que ofrecen apoyo emocional, herramientas de gestión del estrés, sesiones de orientación y recursos tangibles para disminuir la carga mental. La clave está en que estos programas no funcionen como una vitrina que exhibe la buena voluntad corporativa, sino como un servicio accesible, confidencial y útil.
El reto consiste en lograr que la plantilla los perciba como un recurso legítimo y no como un parche. ¿Cuánto de todo esto transforma realmente la cultura laboral y cuánto se limita a maquillarla? El riesgo del “bienestar de escaparate” -ese que ofrece fruta gratis, clases de yoga y frases motivacionales en los pasillos mientras mantiene ritmos inasumibles- está muy presente. La salud mental no se fortalece con gestos aislados, sino con estructuras que modifiquen la experiencia diaria del trabajador.
En definitiva, la salud mental ya no es un asunto privado, sino un termómetro que mide el pulso real de la organización. No es solo una obligación ética, sino un indicador de que la empresa está viva, de que funciona y de que tiene futuro. Quien no se adapte, solo perderá talento y relevancia. Porque la verdadera competitividad no debería quedarse en las cifras, sino en la capacidad de construir espacios donde el trabajo no destruya a quienes lo hacen posible.