Antes de beber, se alza la copa. Antes de probar el vino, las miradas se cruzan. Durante un segundo, el tiempo parece detenerse. El brindis es ese instante suspendido en el que la Navidad se condensa en un gesto mínimo: cristal que suena, vino que tiembla, deseos que no siempre se dicen en voz alta. Ocurre cada año, casi sin pensarlo, como si estuviera escrito en la memoria colectiva. Pero detrás de ese acto cotidiano se esconde un ritual antiguo, cargado de historia, simbolismo y emoción compartida.
Brindar no nació para celebrar, sino para sobrevivir. En la Roma antigua, cuando el veneno era una amenaza tan real como el pan sobre la mesa, chocar las copas era una declaración de confianza. Al hacerlo con fuerza, el vino podía mezclarse entre recipientes: si una copa estaba envenenada, todas lo estarían. Brindar significaba apostar la vida juntos. Con el paso de los siglos, el sonido del cristal también adquirió un carácter casi mágico. En la Edad Media se creía que el tintinear ahuyentaba a los malos espíritus que podían esconderse en la bebida. Antes de beber, había que hacer ruido, como si el brindis fuera un pequeño exorcismo doméstico. Hoy ya no existen esos miedos visibles, pero el gesto permanece. Por costumbre, por herencia, por algo más profundo que la lógica.
También hay un sonido propio de estas fechas, que es el de las copas al chocar. En ese tintinear breve, ligero, casi frágil, se cuela entre villancicos, platos que se sirven y conversaciones superpuestas. Es un sonido que no se graba, pero que queda fijado en la memoria de todos los comensales. Cada familia tiene el suyo: más solemne, tímido, ruidoso o espontáneo, pero es un ruido mínimo que, año tras año, anuncia que la celebración ha comenzado de verdad. Y que es obligatorio disfrutar de estos días.
Navidad, territorio natural
Se brinda a lo largo de todo el año, pero en Navidad el gesto cambia de peso. No es lo mismo alzar la copa un martes cualquiera que hacerlo rodeado de padres, abuelos, hermanos, amigos que regresan, sillas que faltan y huecos que duelen. En esas mesas largas donde cabe la risa y también la nostalgia, el brindis es una forma discreta de decirlo todo sin decir nada. En Nochebuena se brinda por estar. En Navidad, por seguir siendo. Y en Nochevieja, por lo que vendrá. El brindis marca las transiciones: de un año a otro, de una ausencia a un recuerdo, de lo que fue a lo que aún no se sabe.
Mirarse a los ojos
Existe una norma no escrita que atraviesa generaciones: al brindar hay que mirarse a los ojos. No hacerlo, dice la superstición, trae mala suerte. Pero más allá del mito, ese cruce de miradas es un gesto de reconocimiento. Durante unos segundos, la conversación se detiene y todos los caminos visuales se cruzan. Se afirma la presencia del otro. El brindis no se bebe en soledad, aunque la copa esté llena. Necesita de otra mirada para existir. Por eso es uno de los rituales más profundamente humanos que sobreviven en las celebraciones contemporáneas.
De esta manera, el vino no solo se bebe: se comparte. Y en el brindis encuentra su forma más simbólica. No importa si es espumoso, blanco, tinto o dulce; importa que viaje de mano en mano, que pase por los labios de todos, que sea el mismo para cada deseo. El vino iguala, une, borra diferencias durante ese instante colectivo. En las festividades navideñas, además, el vino tiene memoria. Cada familia recuerda una botella concreta, un sabor asociado a un año, a una risa, a una despedida. Hay vinos que saben a infancia, otros a primeras Navidades adultas, otros a mesas que ya no existen.
No todos los brindis son iguales, aunque todos se parezcan. Algunos se pronuncian en voz alta, con frases preparadas a medias y una emoción que tiembla en la garganta; otros son casi silenciosos, apenas un roce de copas y una mirada sostenida un segundo más de lo necesario. Están los brindis que celebran nacimientos, regresos y logros recientes, y los que recuerdan a quienes ya no se sientan a la mesa. Hay brindis torpes, solemnes, alegres, nostálgicos. En Navidad, cada uno de ellos encierra una pequeña historia familiar, una biografía mínima que se transmite sin palabras, de generación en generación, en apenas un instante de cristal y vino.
Por la esperanza
En el fondo, el brindis existe para conjurar el futuro. Para desear sin garantías. Para pronunciar palabras que no controlan nada, pero reconfortan todo. “Salud”, “amor”, “suerte”, “felicidad”. Como si el mero hecho de decirlo, y decirlo juntos, ya fuera una forma de protección simbólica. El brindis de Navidad no promete, pero acompaña. No asegura, pero consuela. Es un gesto pequeño con vocación de amuleto. Pero también con la ternura que sabe a reencuentro, a abrazo, recuerdos y una esperanza de futuro. De que todo cuanto ha acontecido durante la festividad, se pueda repetir en la siguiente. Y, si falta alguien, poder seguir contando cómo cogía la copa de vino y brindaba por la vida, por la salud o por la fortuna de estar rodeado de sus seres queridos. Y así, cada diciembre, el ritual se repite: la copa se eleva, roza otras, las miradas se cruzan y el vino se bebe. Como si en ese acto sencillo cupiera, todavía, la posibilidad de empezar de nuevo.