Tadej contra Pogacar
El esloveno busca en el Tour de Francia que arranca este sábado en Lille su cuarta corona midiéndose a él mismo y con la inquietante amenaza de Jonas Vingegaard, el único capaz de acercarse, aunque a cierta distancia, a su poderosa figura
El hombre frente al personaje. El muchacho ante el campeón. El cuerpo encarando la Historia. El alma retando la gloria. El espíritu desafiando al Tour. Eso es Tadej Pogacar, candidato único e inequívoco a los Campos Elíseos de París para ser coronado por cuarta vez, a modo de una dinastía enmarcada en el Arco del Triunfo. El esloveno mágico se mide a sí mismo, a su ego, a su grandilocuencia, a los ángulos muertos de los halagos, que siempre debilitan, y a los puntos ciegos que pueden emanar de una personalidad excesiva, dispuesta al show, juguetona, con tendencia al exhibicionismo y la hipérbole. Es Pogacar su peor enemigo. Antídoto y veneno de su propio ser. Si se rige por el sentido común, se despliega con inteligencia y no suceden cosas extraordinarias, no se atisba rival capaz de someterle en el cara a cara. Pogacar se bate en duelo con su propia figura. Con su reflejo, si bien puede correr el riesgo de quedarse petrificado contemplándose a sí mismo.
Convertido en dios del ciclismo, Alfa y Omega de la Grande Boucle, solo un error de cálculo nutrido por la condescendencia o la displicencia, podría abrir poros de debilidad en el campeón del Mundo, aplastante, intimidante y dominador al extremo desde aquel 'I’m gone, I’m dead' que balbuceó a modo de epitafio bajo el influjo del Col de la Loze en el Tour de 2023. Desde el réquiem, desde la bilis de aquella derrota dura que le desnudó del todo, Pogacar ha blindado su estatus, impenetrable su armadura, que ha ido decorando con todos los logros posibles hasta situarse a una sola victoria de las 100 en el Tour. Festejo que parece haber reservado para la carrera de las carreras después de pasearse por el Dauphiné, donde evidenció que compite consigo mismo. Esa es su superioridad.
Javier Sola, preparador del esloveno, ha disparado aún más las prestaciones que Pogacar poseía de serie. Desde que Pogacar se rige por el manual del especialista sevillano, su salto equivale al de un viaje a la Luna, o quién sabe si a Marte. El campeón del Mundo habita en otra dimensión, acaso sobrenatural. Inalcanzable e inaccesible para el resto. Observa a sus rivales desde un plano cenital, desde el Sol que representa y a todos quema y hace arder. Todopoderoso, maneja al resto de competidores como si se trataran de simples marionetas necesarias para sublimar su obra maestra, a cada representación más asombrosa. Donde los mortales reptan, padecen, jadean, se retuercen y alcanzan los límites, Pogacar sonríe, vacila, corre en apnea o silba, según proceda, y siempre gana con una insultante facilidad.
Pogacar muestra su arsenal de cara al Tour
La diferencia entre el esloveno y sus rivales es atroz. Mientras quienes tratan de perseguir con los rostros tallados de tragedia griega, desfigurados los rasgos, Pogacar luce como un adonis, una egregia figura que no se preocupa de los males ajenos. Con una formación fortísima y con Joao Almeida, potencial candidato al podio, como lugarteniente, el esloveno solo puede perder el Tour si discurre por la senda del instinto, las pulsiones y las pasiones. Si evita entrar en el terreno de lo emocional, de los juegos, del derroche por el derroche, y sostenerse sobre el armazón de la madurez adquirida, la carrera en un asunto propio que no debería discutir.
El esloveno, enamorado del ciclismo, de su historia, desea dejar un legado apabullante y se aleja de la magnanimidad de algunos campeones. Su relato, la narrativa de su ciclismo conecta con Eddy Merckx y con Bernard Hinault, implacables, voraces y hambrientos, aunque su personalidad y su modo de actuar emparenta con la de un simple muchacho que disfruta corriendo en bici. Es un Billy el Niño. Nada deja Pogacar en la carretera, un Atila. Bajo esa premisa, se iza el Tour en Lille con la esperanza de que, al menos, haya combate y que Pogacar no se exhiba del modo grotesco de la pasada edición, donde desplegó una alfombra amarilla para posar de todos los modos posible.
Aplastante superioridad
Celebró su tercer Tour con seis victorias de etapa y la certeza de que solo era visible a través de un telescopio por parte de Jonas Vingegaard, el único competidor que puede estar cerca, pero que todavía no está en condiciones de tocarle el hombro y advertirle de su presencia. El Dauphiné estableció esa distancia. Si bien, su capacidad de superación, su espíritu de combate, su resistencia y la experiencia de haber sido dos veces rey de la Francia ciclista, le postulan como una amenaza latente. Sucede que la brecha con el danés, campeón del Tour de 2022 y 2023, es ahora una falla. Lo que fue el choque de placas tectónicas se ha convertido en la colonización por parte de Pogacar del planeta ciclismo. Vingegaard alcanzó el pasado Tour en precarias condiciones después de la tremenda caída que padeció en la Itzulia y tal vez por eso el desfile de Pogacar fue tan sonoro y alegre.
Aunque es cierto que el danés ha vuelto a su mejor versión, esta parece insuficiente para equipararse al actual Pogacar, que en el último año y medio ha crecido de manera exponencial, hasta la categoría de metahumano. Alejado Vingegaard y más pálido aún el resto –Evenepoel o Roglic serían otras alternativas– en la comparativa por la radiación que emana el poder del esloveno, el Tour adquiere el aspecto de monólogo para Pogacar, el ciclista que vence de todos las formas posibles y sobre todos los escenarios. En perfecto estado de forma de febrero a octubre. El campeón de todas las estaciones.
En ese hábitat y con la agigantada presencia del esloveno dominando el hexágono, el Tour nace en el puño cerrado del esloveno. Si no comete errores como aquel que le marcó la dolorosa derrota en el Granon, cuando acelerado, efervescente, salió a los ataques en ráfaga de Roglic y Vingegaard hasta que se quedó vacío después en aquella montaña, y el remate posterior en Hautacam, Pogacar asoma inabarcable con el punto de forma óptimo. Con todo, las tentaciones para el esloveno no serán escasas. El recorrido de la Grande Boucle ha establecido un bloque inicial donde la tensión se disparará porque las jornadas con trampas, con opciones para muchos, abren un escenario de riesgo. El Tour recupera el modelo tradicional que había desestimado en los últimos años, donde prefirió endurecer el comienzo para aclarar el bosque y que los favoritos corrieran menos riesgos a través de la dureza.
El riesgo del bloque inicial Esta vez el estrés estará más presente y en esos pasajes es más complicado tener el control. Crecerá la incertidumbre, se alterará el sistema nervioso y eso implica que más variables entren en la ecuación. Si bien Pogacar es un ciclista muy hábil, capaz de adentrarse en el organismo de sus rivales como el pajarillo que se acomoda en la cruz de un rinoceronte, para ir bien situado, convertirá el comienzo del Tour en más impredecible. Un asunto aplicable para todos. En esa primera semana, con varios finales con repechos, la crono de Caen, de 33 kilómetros, absolutamente llana, fijará la primera radiografía de la Grande Boucle. Los que quieran pelear por el trono de París deberán situarse en una crono que de no resolverla con decoro, puede acabar con las opciones de más de uno. El Muro de Bretaña rematará el séptimo día. La décima etapa reserva una jornada de dureza en la sartén de Francia, el Macizo Central en un trazado repleto de cotas y con 4.400 metros de desnivel acumulado.
Vingegaard acude al Tour con un equipo de altos vuelos
Asumido el primer acto del Tour, es el segundo donde se concentra lo nuclear con el encuentro con los Pirineos y el posterior remate en los Alpes. En cualquiera de las dos cordilleras se puede perder la carrera porque la Grande Boucle ascenderá unos puertos que pueden provocar grandes derrotas. El tríptico pirenaico puede dejar resuelta la carrera. Soulor, Bordeles y Hautacam aguardan en la toma de contacto de la alta montaña. Hautacam es un puerto tremendo y escenario de una de las derrotas de Pogacar en el Tour.
La siguiente jornada puede ser la llave que defina la competición. Una cronoescalada de 10,9 kilómetros a Peyragudes advertirá el quién es quién. En las luchas en solitario no existen parapetos ni máscaras. El Tour quedará muy definido después de ese ejercicio contra el reloj y la gravedad. El punto de fuga de los Pirineos espera con el final en Superbagnères, donde Hinault se fue a pique en 1986. Antes deberán subir Tourmalet, Col d’Aspin y Peyresourde.
La última semana arranca con un esprint hacia el Mont Ventoux en una jornada unipuerto. El gigante de la Provenza, el monte del viento, desértico, de aspecto lunar, genera muchísimo respeto. De alguna manera es otra cronoescalada encubierta de aceleración. En una montaña agónica, siempre misteriosa por el efecto que causa en el organismo, que tiende a apalear la moral, puede ocurrir cualquier cosa. En el Tour de 2021, Vingegaard pudo soltar a Pogacar, que se trabó. Cuatro años después el escenario es otro.
La carrera se arroja de nuevo a la montaña poderosa a través de los Alpes. Espera otro lugar de mal recuerdo para Pogacar, el Cole de la Loze, donde en 2023 el esloveno se quedó vacío y sin eco. Al colosal puerto de 26,3 kilómetros, que respira por encima de los 2.300 metros de altitud, se adentrarán tras una travesía por el Glandon y la Madelaine, cumbres todas ellas fuera de categoría. El remate alpino queda para La Plagne, donde Miguel Indurain se encumbró en su quinto y definitivo Tour. Antes de subirlo, deberán someter el Col de Saisies, el Col du Pré y Cormet de Roseland. El maquiavélico Tour finalizará en París elevando el estrés y la presión arterial con tres ascensiones a Montmartre antes de la ceremonia de entronización del campeón del Tour. Tadej contra Pogacar.