Cuando supe que iba a viajar por enésima vez al Asia Central me embargó la emoción ante la expectativa de vivir nuevas y enriquecedoras experiencias. Entre ellas, la de convivir unos días con los nómadas de Song-Kul, en Kirguistán. Porque los que, con el paso de los años, nos consideramos más viajeros que turistas, no soñamos con monumentos ni paisajes espectaculares, sino que anhelamos experimentar nuevas emociones. Tras aterrizar en Bishkek, la capital, una ciudad moderna y desarrollada, enseguida nos dirigimos a la región de Song-Kul junto al mágico lago del mismo nombre (3.250 m.), en el centro del país, en busca del campamento nómada que iba a acogernos, el cual, a juzgar por la duración del viaje -un día y medio- parecía estar en el fin del mundo.

Para entender el significado de los últimos nómadas es preciso leer la historia de esta orgullosa e independiente estirpe del Asia Central. Algunos investigadores podrán argumentar que hay otros nómadas en el mundo. Es cierto. Pero ninguno de ellos mantiene sus tradiciones y estilo de vida tan intensa y fielmente como los nómadas kirguises. Un estilo de vida simple y sin artificios, en un escenario cuyos alrededores permanecen vírgenes. Hay algo mágico -no místico- en esta pureza intacta de la naturaleza, que atrapa tu corazón desde el primer momento. No es lo que ves, es lo que sientes y lo que descubres: que existen otras formas de vida.

El origen real de los kirguises se pierde en la noche de los tiempos. Todo cuanto puede decirse con veracidad de ellos es que se trata de una antiquísima raza que resistió conquistas, represiones, opresiones y persecuciones en todas las épocas. Pero pese a tan convulsa historia, los kirguises han conseguido mantener sus tradiciones y valores. Su entorno ha moldeado no solo su destino, sino también su carácter, con auténtico estilo nómada. Son, con toda probabilidad, los más hospitalarios del mundo, satisfechos de compartir hasta el último mendrugo de pan con su invitado o con cualquier viajero que se acerque a visitarlos. Para los nómadas kirguises, interesarse por ellos y compartir su exótica vida entre caballos salvajes y ovejas supone un preciado regalo.

Y, qué duda cabe, también para el visitante es un inolvidable deleite experimentar su genuina hospitalidad, algo difícil de encontrar hoy, a pesar de que no hay periodista de turismo que no alardee tópicamente de haber hallado esta generosa habilidad social en cada uno de los destinos en los que recala. Tan interiorizada está su hospitalidad que al nómada kirguís le resulta ofensivo que su invitado rechace cualquier ofrecimiento de su parte.

En este sentido, este escritor tuvo que beber otra vez kymiz -la primera fue con otros nómadas kazajos-, la bebida nacional, que no es otra cosa que leche ordeñada de yegua, fermentada, de agrio sabor para cualquier occidental acostumbrado a edulcorar la leche de vaca o aromatizarla con café o cola-cao. En agradecimiento por su hospitalidad, el invitado puede ofrecerle algo suyo: un reloj o cualquier otro objeto personal sin especial valor.

Por otro lado, debido a sus tradiciones, los kirguises nunca han elaborado una oferta alimenticia amplia. Eso sí, lo que hacen, basado en sencillos ingredientes (pan, carne, queso, patata, arroz, etcétera) es muy sabroso y de fácil preparación (el té nunca falta).

En los funerales y ritos de boda -estas ceremonias siempre han jugado un importante papel en la cultura nómada- los platos son algo más sofisticados, e incluyen, por lo general, la matanza de un cordero -también en honor a algún invitado, como fue nuestro caso-, proceso que se debe presenciar no sin cierta zozobra. En primer lugar, dos miembros de la tribu persiguen al rumiante inmovilizándole y atándole las cuatro patas en un solo nudo. En esos instantes previos a la matanza, la mirada del animal, entre asustada y triste, te atraviesa el alma. Tienes el convencimiento de que el cordero intuye su final. Después, siguiendo las prácticas rituales nómadas, se le degüella cortándole la vena yugular y la arteria carótida. Así se procede al desangramiento, al que le sigue la desmembración del cuerpo. Una experiencia no apta para almas sensibles.

naturaleza y equitación

Los kirguises son absolutamente empáticos con la naturaleza. Esto se ejemplifica muy bien, entre otras facetas, en su orgullosa relación con los caballos. Los kirguises y los caballos son sinónimos. Su dominio del caballo es legendario. Lo gobiernan desde tiempos remotos, sin tener que usar las manos, que les quedan libres para disparar armas y defenderse de sus invasores.

A los niños se les enseña ya a cabalgar a los indomables antes casi de que sepan andar. El caballo ha sido -y aún es- la principal forma de transporte, y como consecuencia de su maestría con él, la mayoría de los deportes en Kirguistán están relacionados con el caballo. Como el At-chabysh, una carrera en la que un joven montado tiene que atrapar a una muchacha también montada en su corcel. Su premio: un beso. De hecho, la forma tradicional en la que un joven kirguís consigue esposa es fijándose en una de las chicas que le gusta y llevándosela en su caballo.

Sin embargo, en este sentido, en ciudades y pueblos predominan otros métodos más sutiles para que el hombre pueda proponer nupcias a la mujer sin temor a equivocarse: si ésta lleva una única trenza colocada sobre el hombro derecho hacia adelante, significa que está casada; si por el izquierdo, soltera; y si la trenza cae libremente sobre su espalda, la viudez es su estado civil. ¡Sobran las palabras!

yurtas, fácil arquitectura

Una de las razones por las que el estilo de vida de estos nómadas ha permanecido prácticamente inalterado durante siglos ha sido por el fácil ensamblaje y desmontaje de sus viviendas, llamadas yurtas. Una especie de tienda de campaña de fieltro amueblada de forma refinada. Incluso hoy, las yurtas son de uso común por los pastores, que pasan la temporada de verano en las vastas y altas montañas con sus rebaños.

Hay distintas formas de colocar y distribuir el alfombrado espacio de una yurta. La regla más básica es que debe encararse hacia el Sur. Su interior se divide en zonas funcionales.

En el lado opuesto de la puerta se ubican los baúles en los que se guardan las mantas y los utensilios más valiosos. La parte derecha pertenece a la mujer, en la que se encuentran los enseres que ella utiliza, así como las ropas de los niños, mientras que la parte izquierda corresponde al hombre, y ahí almacena las sillas de montar, las bridas, etcétera. Otras yurtas sirven de comedor y dormitorio.

Pasar la noche en una yurta cambia la percepción del tiempo y de la vida misma. Un día, al anochecer, le pregunté al nómada senior cómo sentían ellos su estilo de vida móvil. Su respuesta, digna de enmarcarse, fue: "Un hombre debe moverse porque el sol, la luna, las estrellas, los animales y los peces se mueven. Solo la tierra y los seres muertos permanecen donde están".