Como quien sale a duras penas de un túnel estrecho, arrastrándose hasta la luz. Así me siento. Por fin todo ha terminado y mañana, ya sin escusas, volveremos a lo nuestro. La última vez que escribí por esta esquina –cosas de los calendarios navideños y sus jornadas sin prensa– fue el 18 de diciembre. Un día que hoy nos queda tan lejano que, cuando despertamos, Argentina aún no era campeona del mundo. Luego vino lo de siempre: compras de alimentos para comidas y cenas, desfiles de Olentzero sin restricciones, quedadas con amigos y familiares a los que no se ve tanto como una quisiera, más visitas a los comercios, nuevas críticas al trapito que la Pedroche lució, más entretener niños de aquí para allá, renovados intentos de levantar adolescentes de la cama y algún que otro encuentro con gentes a las que teníamos despistadas del todo. Y vuelta a las mesas, al cine infantil, a los mercadillos, a bailar con Camilo Sesto y a gritarle a Melchor. Y fin... Se acabaron los dulces, las cuatro luces que cuelgan en Pamplona, las trasnochadas y las reuniones grandes o pequeñas. Estaba claro que todo había terminado cuando leí que la tienda esa que vendía pasteles con forma de pene y vagina se había reconvertido en un establecimiento de ensaladas hawaianas. Las señales estaban ahí.